Procesionando

Carolina González

Carolina González

Han sido días de recogimiento, pasión, fe y descanso. Algunos han pasado esta Semana Santa viviendo las procesiones desde dentro, otros disfrutándolas desde fuera y muchos más de retiro vacacional lejos de los pasos y los tambores. Hay quienes se han reencontrado con sus familias y amigos en el pueblo y quienes han aprovechado para escaparse fuera del país. Pero sobre todo han cundido los que han odiado y criticado todo lo relacionado con el fervor religioso, aunque cada vez quede menos de sentimiento católico y más de emoción por sonidos, imágenes y vivencias que nos recuerdan a nuestra niñez.

Estos días he leído decenas de opiniones en contra de las procesiones, de sus recorridos por el centro de las ciudades y del estruendo que causan en los apacibles y tranquilos hogares de la urbe. Molestan, impiden llegar a casa, obligan a desviar el tráfico, generan miles de inconvenientes a los ciudadanos. Por no hablar de los ensayos en parques y colegios meses antes que adelantan los sonidos santos, especialmente a los fines de semana. Sería mucho más apropiado para la convivencia obligarles a trasladarse al extrarradio, donde no incordian a nadie, ¿no?

Muchas de esas voces son las mismas que se quejan de la música de las ferias en fiestas o de la suciedad y del ruido de los conciertos multitudinarios. Las que defienden las celebraciones populares y la animación callejera, siempre y cuando se celebren lejos. Las que quieren vida en sus barrios, pero compran en centros comerciales o no bajan a la calle cuando los vecinos organizan algún evento simplón aunque solo sea para dar apoyo. Las que reivindican actividad siempre que no les afecte a ellos y aborrecen cuando la fiesta les roza, aunque sea levemente. Los que quieren vivir en el centro, pero desprecian después el ajetreo natural de las zonas concurridas.

La convivencia es difícil, sobre todo cuando no se está dispuesto a ceder ni siquiera en ocasiones especiales. Religión aparte, España y Aragón son tierras de tradición. No hace falta ser pío para emocionarse con Romper la Hora en el Bajo Aragón, el Encuentro o una saeta desde cualquier balcón. Tampoco es incompatible con reírse de la parodia que unos humoristas hacen de la Semana Santa en otra comunidad vecina, ni con ver Ben-Hur por enésima vez o comer torrijas a manos llenas. Comprar la mona a tu ahijada no es una concesión al catolicismo, ni una colaboración con el capitalismo ni un sacrilegio gastronómico. No existe intencionalidad en todo lo que hacemos, a menudo la vida es algo más sencillo. Afortunadamente. Dicho esto, feliz romería para aquellos que la celebren hoy, aunque tengan que escuchar a los que se quejan del humo.

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