EL TRIÁNGULO

Volar

Ángela Labordeta

Ángela Labordeta

Hace un par de días leí la noticia sobre una encuesta que EL PERIÓDICO DE ARAGÓN hizo acerca de los destinos a los que nos gustaría poder volar desde el aeropuerto de Zaragoza. Respondieron cientos y cientos de personas y creo que no hubo un destino que no estuviera incluido en los sueños de las personas que participaron; yo misma lo hice y puse esos lugares a los que mi madre, con 85 años, quiere volar desde su ciudad y que son Viena, Budapest, Estambul, Berlín y cualquier rincón de la bella Italia.

Hace años el aeropuerto de Zaragoza apenas existía en las rutas comerciales y hoy, gracias a las políticas impulsadas por el Gobierno de Aragón sobre todo desde el año 2015, ya podemos viajar de forma permanente a Bruselas, Treviso (Venecia), Bolonia, Milán, París, Londres, Marrakech, Bucarest/Cluj Napoca, Palma de Mallorca, Gran Canaria, Santiago de Compostela, Tenerife, añadiéndose este verano vuelos especiales a Cabo Verde, el lugar más lejano al que se puede viajar desde Zaragoza, y todos los chárter que se organizan con motivo de puentes como la cinco marzada, Semana Santa, San Valero, San Jorge o el Pilar, entre otros. Mi relación con los aviones ha sido un poco como mi relación con la vida: apasionada y llena de temores, razón por la que durante años estuve sin montarme en uno y perdiéndome planes imposibles para mí que pasaban por vuelos que se me hacían tormento y desplegaban en mi vigilia nocturna todo tipo de sensaciones angustiosas. Así que sin más decidí olvidarme de ese modo de transporte, como si no existiera; fue hace unos cuantos años cuando decidí que ya bastaba y con mi amigo Luis Alegre y mi hermana Ana organicé, lo hice yo rodeada de temores, un viaje en avión a París, «en Iberia eso sí», les dije, para ver a un amigo que andaba por la ciudad del Sena desbordado de dolores y acurrucado en su silencio de tardes en el parque de Luxemburgo, mientras retrataba la ciudad del amor con una mirada ingenua y doliente desde la que nunca ha sido vista.

Recuerdo ese primer vuelo tras tantos años de abstinencia, porque para mí el no volar era una especie de religión, y recuerdo que cuando sobrevolábamos el País Vasco francés en un día soleado y radiante mis lágrimas comenzaron a caer y pensé que cuánto me había perdido por el miedo y su sinrazón. No les dije nada ni a Luis ni a Ana que sufrían por mí, mientras yo pensaba que volar quizá era lo más parecido a la huida que podía imaginar. Siempre me gustó ese lugar lejos de todo y de todos, casi como una cueva en el imposible o un avión desgastando las nubes para coronar tu felicidad de vernos aparecer en París en un día de invierno.

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