Tiembla el sur de California. Tras un movimiento sísmico de magnitud 6,4 en la escala Richter el jueves que ya había sido el más fuerte registrado en el estado en dos décadas, la tierra volvió a moverse a las 20.19 hora local del viernes con un terremoto que alcanzó una magnitud 7,1.

Aunque el epicentro estuvo localizado en el desierto de Mojave, lejos de grandes núcleos urbanos, se registró a solo 900 metros de profundidad, lo que hizo que los temblores se sintieran en un área enorme: no solo en la gran urbe de Los Ángeles, situada 241 kilómetros al suroeste, sino hasta en el vecino estado de Nevada, al este, y en México, al sur.

No hay víctimas mortales pero sí algunos heridos leves en los núcleos de población más cercanos al epicentro, especialmente en Ridgecrest, una localidad de 28.000 habitantes, y Trona, de 2.000. Allí se registraron también daños, aunque no significativos, en infraestructuras, así como varios incendios y fugas de gas, destrozos en carreteras y numerosas casas destruidas.

El gobernador del estado, Gavin Newsom, declaró el estado de emergencia en el condado de San Bernardino. Solicitó también una declaración de emergencia al presidente Donald Trump para poder acceder a fondos federales y contribuir a un trabajo de respuesta que, como dijo el director de los servicios de emergencia del estado, Mark Ghilarducci, representa un «reto» especialmente por lo remoto de la zona afectada.

Expertos y autoridades han avisado a una comunidad, con los nervios ya agitados por los dos grandes temblores, de que las réplicas podrán sentirse durante días, semanas e incluso meses y años. Y la ciencia apunta a que los movimientos más inmediatos podrán ser fuertes y, por tanto, peligrosos. «Es una secuencia (sísmica) y va a continuar», explicó en rueda de prensa la sismóloga Lucy Jones, una de las mayores autoridades en la materia.

La noticia más tranquilizadora es que según expertos como Tom Heaton, consultado por The New York Times, es remota la conexión entre las fallas implicadas en estos terremotos con la de San Andrés, la gigante falla transcontinental que marca la frontera de la placa Norteamericana con la del Pacífico.

Esta falla recorre parte de sus 1.300 kilómetros cerca de zonas densamente pobladas. San Andrés es considerada la mayor amenaza sísmica para los californianos, que viven conscientes de la posibilidad de la llegada de un terremoto devastador, la amenaza conocida popularmente como el Big One.