Pascual Garrido Martínez encontró la muerte cuando iba a atender a un águila herida en un lugar apartado de la sierra de Arguis, en Huesca. Era 2 de abril de 1991 y su cadáver fue hallado de una de las formas más macabras: abierto en canal con una motosierra y con los pantalones y la ropa interior en los tobillos. Seis presos que estaban en la zona realizando trabajos en el monte estuvieron bajo el foco policial, pero acabaron absueltos. «Aunque las pruebas existentes eran más que suficientes para dirigir fundamentalmente la acusación contra los procesados, las sanciones penales no pueden fundarse en sospechas, probabilidades o posibilidades». Con esta frase se sentenció uno de los asesinatos sin resolver en la historia criminal de Aragón.

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La investigación la llevó la Guardia Civil y desde el primer momento la hipótesis que barajó fue que la muerte de este joven de 28 años, natural de la localidad madrileña de El Escorial, respondió a una cuestión de drogas. En concreto, que Garrido Martínez pudo haber presenciado la entrega de una partida de heroína que se realizaba en el monte y estuviese dispuesto a dar parte a las autoridades del contrabando que había observado.

Quienes estaban realizando el pase serían unos presos que se encontraban en régimen abierto mientras realizaban labores de conservación forestal en los aledaños del embalse. Al parecer, utilizaban la caseta forestal donde se cometió el crimen para recibir diversas cantidades de droga, que recogían cuando salían a trabajar a la sierra y que luego introducían en la cárcel. Un móvil del crimen que pronto llevó al juez instructor del caso, Fernando Ferrín Calamita, a ordenar el ingreso en prisión de los ocho internos del centro penitenciario, así como la búsqueda del arma homicida.

Los agentes intervinieron cinco motosierras que fueron analizadas, pero el resultado fue negativo. También lo fue la búsqueda en las aguas del pantano donde se creyó que pudo haber sido arrojada el arma homicida. A esas malas noticias se unió que en la ropa de los reos no se halló resto de sangre alguno, lo que contrasta con la escena del crimen, pues se hallaron salpicaduras hasta en el techo de uralita. Algo que sí descartaron es que la víctima fuera agredida sexualmente, puesto que no hallaron restos de esperma en su cuerpo.

"El autor está entre uno de ustedes"

Una falta de pruebas que hizo que la ley del silencio se impusiera entre los ocho presos. Hasta el punto de que el juez instructor llegó a decirles: «El autor está entre uno de ustedes». No le sirvió de nada, puesto que mantuvieron que eran inocentes. Fue tal la desesperación judicial y policial que incluso ordenaron dos pinchazos telefónicos a los reos. Pese a todo, tras meses de pesquisas, el magistrado acabó teniendo que archivar el caso.

La luz la vieron cuando un recluso de la cárcel de Soria, condenado en 1983 por robo y violación, confesó a un funcionario de prisiones que sabía lo que había pasado en Arguis. Aseguró que todo lo que sabía se lo contó uno de los ocho presos inicialmente implicados, mientras ambos estaban en el patio de la prisión. «Cuando llegó el guardia dos le sujetaron por los brazos y otro salió con la motosierra de la caseta y le rajó, metiéndosela por la barriga, mientras un cuarto vigilaba por si venía alguien. El guardia forestal les dijo que iba a hablar en la prisión para que no salieran más». Esta declaración llevó al juez a reabrir el caso, tres años después del asesinato con el mismo móvil: el tráfico de drogas.

Curioso fue que uno de los que estuvieron bajo sospecha llegó a ratificar parte de lo que había contado el preso de Soria. Antonio Jesús P. U. dijo: «Cuando fue a la caseta, vi cómo tres de mis compañeros discutían y forcejeaban en un recinto vallado con otra persona. Pensé que iba a pasar algo y me metí en el bar Capri, donde estaba el monitor de la cárcel».

Esta novedad, cuatro años después del inicio de una investigación plasmada en más de mil folios de sumario, hizo que seis de los sospechosos se sentaran en el banquillo de los acusados de la Audiencia de Huesca en abril de 2005. Afrontaron un total de 204 años de cárcel que solicitó la Fiscalía, si bien el resultado fue bien distinto. Fueron absueltos tras cuatro días de juicio. La primera sesión de la vista oral estuvo dedicada a oír el testimonio de los procesados. Todos negaron su participación, destacando especialmente la del preso que dijo que vio una pelea. Ante los magistrados aseguró que lo hizo «bajo amenazas» contra él y su familia. Otro de los encausados, Alfredo L., afirmó: «Todos han hecho de todo para cargarnos el asesinato. No soy un asesino y quiero acabar con esto. Ni siquiera sé cómo se utiliza una motosierra», insistió.

Unas grabaciones inéditas, ¿sacadas "de la manga"?

La sorpresa llegó al día siguiente cuando el ministerio público mandó escuchar dos grabaciones inteligibles en gran parte. Los abogados defensores, entre los que estaban Enrique Trebolle, Alfonso Bayo y el ya fallecido José Antonio Ruiz Galbe, llegaron a acusar al fiscal de «sacarse de la manga» una grabación que no estaba en el sumario. En el tercer día de juicio los testigos quebraron la tesis acusatoria. Un funcionario de prisiones que fue fundamental durante la instrucción aseguró: «No se puede hacer una afirmación de dos comentarios que circulan como rumor». Por su parte, el monitor que estaba con los sospechosos en Arguis afirmó que la Guardia Civil le indujo a cambiar su criterio sobre los reos.

La declaración de un preso chivato hizo reabrir el caso y juzgar a seis reos

Por si fueran pocas las dudas, llegó la cuarta sesión de la vista oral y en ella los peritos aumentaron todavía más los interrogantes que había sobre el caso. Los médicos legales aportados por las defensas llegaron a afirmar que el guarda fue asesinado antes de las 9.00 horas, es decir, 90 minutos antes de que los presos llegaran a Arguis y que «no se cometió en la caseta porque no aparecen los cinco litros de sangre que tiene el ser humano y que la víctima perdió. Esta afirmación fue rebatida por los forenses públicos, que afirmaron que esos datos eran «muy relativos» y que la sangre «pudo ser absorbida por el suelo de tierra». Todo derivó en un duro alegato final de las defensas. El penalista Trebolle llegó a afirmar que la «instrucción nació viciada de origen por la ceguera de la investigación».

Al final, la Audiencia de Huesca reconoció en una sentencia que seguía con muchas dudas sobre la autoría y que debía absolverles. «Tenemos la vehemente sospecha de que los hechos pudieron suceder tal y como lo vienen defendiendo las acusaciones, pero las pruebas practicadas no nos han permitido llegar a un estado de certeza moral sobre la efectiva participación de los acusados en los hechos», sentenció. Luego vino el Supremo y ratificó el fallo. El conocido como crimen de la motosierra quedó sin resolver.