Si Dios se presentara democráticamente a unos comicios y le aplicáramos la misma exigencia que a nuestros gobernantes, sin duda perdería las elecciones. Se le echaría en cara el exceso de terremotos durante su larguísima legislatura, su negligencia para evitar tsunamis, sequías, inundaciones y peligrosos tornados. Su gestión en la sanidad sería también ferozmente criticada; demasiadas enfermedades mortales que Él, si quisiera, podría habernos ahorrado.

Su modelo económico, impuesto desde arriba, tendría a todos los colectivos sociales en contra, porque verse obligado a matar para vivir no parece un modelo especialmente sostenible. Su administración en el ámbito de la cultura provocaría un vertiginoso descenso en intención de voto. Los misterios del cosmos los guarda celosamente para Él, sin revelar ninguno, lo que provoca que nuestros científicos se vean obligados a trabajar penosamente para conseguir arrancar, de siglo en siglo, de Newton a Einstein, algún conocimiento de importancia capital. Se le machacaría sin piedad en las redes sociales por no ampliar, estando en su mano, nuestra escasa esperanza de vida. Todos lo considerarían un gobernante irresponsable que ni siquiera asiste a los debates, y que cuando se ve obligado a hacerlo, envía a la tierra a su segundo, mientras Él lo ve todo tranquilamente desde el cielo.

Pero a Dios no le exigimos tanto. Por eso, en el mundo la mayoría de los humanos creen firmemente en Él. Una minoría lo niega rotundamente y otros tienen dudas acerca de su existencia. Sin embargo, el grupo más curioso lo forman aquellos que afirman vagamente eso de: "No creo en Dios, pero algo ha de haber".

El paralelismo con la política no es difícil de establecer. Los creyentes quedarían simbolizados en aquellos que, haga lo que haga su partido, lo apoyan sin cuestionarlo. Cualquiera que se pasee por internet y critique cualquier sigla, recibirá fervorosos elogios de lo indefendible, siempre repletos de argumentos sospechosamente similares a lo religioso.

La fe del carbonero ha quedado desfasada. Deberíamos ahora llamarla "la fe del internauta".

Los ateos políticos, por su parte, desconfían de todos los candidatos, a los que acusan de corruptos, sin excepción. Generalmente no votan, y si lo hacen, introducen en la papeleta elementos pretendidamente ingeniosos, como rodajas de chorizo.

Después de darle muchas vueltas, deben considerar que esa es la forma más inteligente de simbolizar una protesta.

Los agnósticos votan, pero sin creérselo mucho. A ellos es a los que se dirigen durante la campaña todos los líderes, porque al tener ideas laxas, pueden ser atraídos mediante discursos emotivos. Son los que viajan de un partido a otro y generan emoción en todos los comicios.

Y luego tenemos a los de "Yo no creo en Dios, pero algo ha de haber". Es decir: "Todos los gobernantes son corruptos, pero alguno bueno tiene que existir".

Ese vago misticismo, esa creencia en una entidad política abstracta, se simboliza, paradójicamente, en personas muy concretas, como José Mujica. Él es a la política lo que las vibraciones cósmicas son a la religión.

Aún queda una semana de campaña. Ignoro qué resultado sería mejor para nosotros. Solo intuyo que lo más inteligente sería abandonar la fe ciega en los políticos, el agnosticismo, el ateísmo y el "solo alguno bueno ha de haber".

Lo razonable sería hacer eso que se inició en las costas del antiguo Mileto hace 2.500 años: empezar a mirar el mundo con racionalidad y, poco a poco, utilizar el implacable método científico, también en la política.