‘Alcarrás’

El cine debe abandonar los estereotipos para mirar al mundo rural

Sergio Ruiz Antorán

Sergio Ruiz Antorán

Es un juego insoportable para mis acompañantes. Por aburrimiento, quizá por «sabelotodismo», me dedico a hallar anacronismos, fallos de racord o cualquier descuido que delate un error en una película. Este pasatiempo alcanzó un grado máximo cuando reí por segunda vez Villaviciosa de Abajo. Poco sospechaba cuando fui a verla al cine en Madrid que terminaría como calco del «coletas» neorurral interpretado por Carlos Santos y que ridiculiza la trama de Nacho G. Velilla. Pues esta comedieta fue rodada entre Graus, Lascuarre y Benabarre. Así que resultó curioso escudriñarla de nuevo, como habitante del país, desenmascarando entre los «extras» a conocidos, viendo el estirón que había pegado la chavalería y localizando cada uno de los planos.

Villaviciosa es una caricatura. No un documental. Busca risas con personajes estereotipados, bobos, que diría Messi. Los clichés asaltan el cine. No digamos cuando se adentra en el mundo rural, durante décadas enfocado desde la boina y la guadaña. Algo hemos mejorado, no lo vamos a negar.

Falta menos de un mes para que descubramos los ganadores de los Goya. Dos de las cinco candidatas a mejor película tienen como escenario un pueblo de interior: As Bestas y Alcarrás.

Partiendo de la premisa de que el cine es ficción, sin duda, la cinta de Carla Simón resulta una mirada más limpia para ver ciertos problemas que soportamos los habitantes rurales. Curiosamente, aunque se pueda inspirar en hechos reales, como cualquier película de género, de suspense, Sorogoyen compone su magistral composición en mitos aceptados. El pueblo es simplemente un decorado donde se funde el temor hacia un mundo desconocido; la intransigente aldea gallega a la que llega una pareja de urbanitas, como podría ser Tolva, Narnia o Tattoine.

Les invito a ver ambas. Más Alcarrás si son de ciudad. Porque viendo desde fuera la vida de la familia Solé sentirán la amargura de muchos desconocidos enraizados con todas las emociones a esa tierra que cultivan y habitan, suya por sentimiento, por pertenencia a ese polvo y ese paisaje, a esa tradición, a esa forma de entenderla y quererla. De niños correteando entre sandías, callados abuelos de mirada intensa, comilonas al sol del domingo, de fiestas con comparsa, de María entre maizales, de caciques y cooperativas en lucha. Una pureza que se transmite en sus actores no profesionales, que saben perfectamente qué interpretan. Se identificarán desde su butaca por ese amor por un lugar y por el dolor de su desaparición por la codicia sistémica de los macroproyectos energéticos y de los mayoristas del sector primario.

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