Casas con alma

Detrás de cada una de ellas, en los pueblos hay una historia de esfuerzo y trabajo, de familias en las que convivían abuelos, hijos y nietos

Fernando Carnicero

Fernando Carnicero

Agotado el periodo vacacional, las ciudades se llenan de nuevo, la apertura de los colegios y las empresas tintan de normalidad unos entornos que han funcionado a medio gas. Se ha consumido un tiempo de ocio que ha llenado playas, lugares inaccesibles, algunos con mucho riesgo, también destinos en el extranjero y que ha llevado a algunos a buscar la tranquilidad de esa España interior, casi abandonada en la que conviven construcciones lujosas con esos pueblos casi fantasmas que apenas sobreviven, cubiertos de vegetación y de abandono.

Grandes casonas, pequeñas tapias que encierran viejos huertos, humildes viviendas de campesinos semiderruidas y calles cubiertas a medias de piedra, tierra y un frondoso follaje. Se pueden encontrar en cualquier esquina, en cualquier calle de miles de pueblos de esa España vacía o vaciada, que se asoma en las zonas rurales del interior. Son casas con alma que han resistido la piqueta porque sus suelos ya no son rentables para nuevos proyectos y sus imágenes llenan de ternura unos espacios que en su día tuvieron mucha vida.

Son fáciles de reconocer: la herrumbre de sus rejas o la ajada pintura de puertas y ventanas conviven con los desconchados de sus fachadas, unas paredes que reflejan una historia constructiva de las zonas rurales muy apegada a la tierra. El polvo se amontona en los alfeizares de sus ventanas, las puertas dan cobijo a telarañas que forman cortinas en sus vértices y siempre se ven persianas descolgadas, cristales rotos o aleros de tejados que, como una dentadura maltrecha, han perdido algunas de sus unidades.

Si nos adentramos en sus interiores, enseguida vemos testigos de la vida de sus moradores. Grandes patios de piedra, donde se adivina el desgaste que las ruedas de hierro de los carros utilizados para el transporte, provocaban en el suelo, techos con rollizos de madera donde apenas algunos se libran de la carcoma. Alguna herramienta todavía colgada en las paredes dispuesta para su uso y grandes cuadras donde las caballerías ocupaban un lugar preeminente, casi por encima de las personas.

En aquellas casas que se han librado del pillaje, todavía se puede encontrar el último plato de la comida del último día sobre la mesa y algún otro elemento de vajilla en la poza de piedra de la cocina sin terminar de fregar.

Se adivina claramente que la cocina era el centro de vida de la casa. Una gran cadiera ennegrecida en su centro, delata que todas las historias, proyectos y sufrimientos de la familia se han contado a su alrededor. Es posible que todavía algún candil cuelgue de un clavo en la pared, lo mismo que restos de vestimenta, como algún chaleco en el respaldo de alguna silla. No faltan asientos de esparto en las dos bancadas laterales de la cadiera, ni tampoco el gran asiento de mimbre que se reservaba al mayor de la familia: el abuelo. En esos tiempos y en la familia, se convertía en depositario de la sabiduría, de la tradición familiar y por qué no, de los desencuentros que siempre se producían en los pueblos pequeños. Miles de historias, contadas en los fríos días de invierno al calor de la lumbre, una transmisión oral que de generación en generación, iba llenando el acervo cultural de unos pueblos que en cientos de años apenas habían evolucionado.

Detrás de cada una de estas casas hay una historia de esfuerzo y trabajo, viviendas que se convirtieron en solución habitacional para familias tradicionales en las que convivían, abuelos, hijos y nietos alrededor de esa cadiera que apenas con un par de habitaciones había servido para que generación tras generación dieran aliento y vida a los pueblos.

En alguno de ellos alguna chimenea todavía sigue humeando, son aquellos recalcitrantes que se han resistido al abandono o de algún vecino que ha vuelto a reencontrase con sus orígenes e intentar mantener esas casas que son el alma de su historia, el alma de sus vidas.

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