TERCERA PÁGINA

Inteligencia autómata

La IA ahonda en la duda de si una máquina puede pensar o imita al ser humano

Luis Negro Marco

Luis Negro Marco

«Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. Naves de guerra en llamas más allá del cinturón de Orión. Miré rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser…» Estas palabras, pronunciadas por el actor holandés Rutger Hauer (en el papel de replicante, es decir de réplica artificial de un ser humano) a Harrison Ford, en la película de Ridley Scott, Blade Runner (1982), constituyen uno de los monólogos más famosos de la historia del cine, a la vez que el filme –basado en la novela del escritor estadounidense Philip K. Dick: ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968)– está considerado como una de las mejores películas de todos los tiempos.

El matemático británico Alan Turing (1912-1954), considerado padre de la informática –en 1942 su trabajo fue determinante para el descifrado del código de la máquina Enigma, artefacto vital en las comunicaciones militares de la Alemania nazi durante la Segunda Guerra Mundial– se planteó la siguiente cuestión: «¿Pueden pensar las máquinas?». La pregunta, de hondo calado filosófico iba acompañada de una prueba de verificación (sí o no) en la que un interrogador humano habría de intentar diferenciar entre la respuesta textual de una computadora y la de un ser humano.

Fueron el británico Stuart Russell y el estadounidense Peter Norvig quienes, en 1995, intentaron dar un enfoque moderno al concepto de Inteligencia Artificial, el cual está intrínsecamente ligado no solo a las matemáticas, sino también a la filosofía y a la lingüística, ya que, como señalaba el humanista búlgaro Tzvetan Todorov (1939- 2017) uno de los grandes debates en torno a la Inteligencia Artificial será el de la relatividad y universalidad de los valores sociales y culturales, así como el de su materialización y manifestación a través de nuevos y disruptivos lenguajes.

Mucho antes de que la informática y la fibra óptica llegaran a nuestros hogares, hubo auténticos «iluminados» que se anticiparon en décadas a nuestra sociedad digital. Así ocurrió con el escritor checo Karel Capek, quien en 1920 inventó la que hoy en día nos es palabra tan familiar: Robot. Y lo hizo en su obra teatral de ciencia ficción RUR (Robots Universales de Rossum). En el monólogo final de su magistral obra de ciencia ficción, Capek plasma las siguientes palabras: «Rossum fue un gran inventor de robots, pero ¿cuál fue la grandeza de sus inventos comparados con esa niña, ese niño, con las sonrisas y las lágrimas de las personas, o el tierno amor entre un hombre y una mujer?».

Por otro lado ¿deberíamos hablar de Inteligencia Artificial o más bien de Inteligencia Autómata? Dado que es el ser humano quien la ha creado, la artificial es una inteligencia que tiende, automáticamente, a la imitación de los movimientos y de las funciones de los seres vivos por medio de procedimientos artificiales. Así ocurre con los androides de (otra vez volvemos al director de cine Ridley Scott) las películas Alien, el octavo pasajero (1979) y Prometheus (2012).

Contemplado desde este punto de vista, el automatismo ha agitado la imaginación de mecánicos e ingenieros ya desde la Edad Antigua, como lo demuestra, por ejemplo, la llamada Máquina de Antikithera (hallada en 1900, en el fondo marino de la isla griega de su nombre) la cual fue fabricada en el siglo I de nuestra era y que, compuesta de una compleja y sofisticada maquinaria, tenía la función de calcular automáticamente no solo las posiciones y fases de la Luna, sino también las de todos los planetas del Sistema solar.

Ya en el siglo XII, el polímata San Alberto Magno había sido capaz de construir un autómata de figura humana (como los replicantes de Blade Runner), que iba a abrir la puerta del aposento cuando alguien llamaba y saludaba a la persona que entraba. La leyenda dice que su discípulo, Santo Tomás de Aquino, creyendo que aquel replicante era un invento del Maligno, lo destruyó sin miramientos.

Igualmente, la historia del Renacimiento presenta muchas obras del mismo género. Así, el astrónomo alemán Regio Montanus (1436-1476) había construido un águila que volaba y una mosca de hierro que cuando la soltaba volaba por diferentes puntos de la habitación y volvía en seguida a su mano. Cabe recordar también que las contribuciones de este científico fueron fundamentales en el desarrollo del heliocentrismo copernicano en las décadas posteriores a su muerte.

Ya en el siglo XVIII, destacó el ingenio del ingeniero (valga la redundancia) Jacques de Vaucanson (a quien se considera constructor del primer robot) quien causó sensación en Europa con su pato mecánico que bebía, se chapuzaba en el agua, graznaba como el ánade natural, agitaba sus alas, se levantaba sobre sus patas y alargaba su cuello para tomar el grano que tragaba y evacuaba por las vías ordinarias. El pato mecánico de Vaucanson, junto con los autómatas (el escritor, el músico y el dibujante, los tres compuestos por miles de piezas) del relojero suizo Jaquet-Droz, construidos entre 1768 y 1774, están considerados como los antepasados más antiguos de nuestros modernos ordenadores.

Pero, quizás, el autómata más famoso de todos los tiempos ha sido «el jugador de ajedrez», obra del inventor eslovaco Barón de Kempelen. El Turco (que, por su vestimenta, fue el nombre con el que se conoció al autómata ajedrecista) llegó a jugar, en 1809, una partida de ajedrez con el propio Napoleón, quien, debido a sus salidas falsas y según los cronistas de la época, hizo perder la paciencia del ajedrecista mecánico, el cual acabó por derribar todas las piezas sobre el tablero, para regocijo del emperador.

Y como colofón a todo lo anterior, bien vale recordar que, según el Diccionario de acepciones del siglo XIX, la palabra autómata era sinónimo de «persona estúpida o excesivamente débil, que obra maquinal e instintivamente, sin conciencia de su voluntad, o dejándose conducir por otra». Y por extensión: «La máquina que imita la figura y los movimientos de un ser animado». Definición que, curiosamente, proporcionaba la respuesta (un siglo antes de que fuera formulada la pregunta por el matemático inglés Alan Turing) de si las máquinas tienen la capacidad de pensar por sí mismas.

Nada hay pues de inteligencia en lo artificial, sino mera réplica y automatismo.

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