Haciendo llorar a los niños
Los cuentistas conseguimos las risas y la atención de muchos niños y mayores, pero a veces, aunque no lo busquemos, algunos niños se asustan y rompen a llorar por algo que ven en nuestros espectáculos. El otro día, al representar el cuento de La princesa y el dragón, un niño se echó a llorar. No se echó a llorar al salir un servidor de golpe manejando el dragón, como ha pasado más de una vez (un dragón siempre impresiona), sino que fue en cuanto salí disfrazado de un pobre anciano medio muerto de hambre y de frío. Se echó a llorar porque iba con una barba postiza blanca, muy larga. Luego me explicaría su madre que el niño tiene miedo a las barbas. Pogonofobia se llama el miedo irracional hacia las barbas. Cuando me la quité, revelando que era un duende del bosque disfrazado (muy mal disfrazado, por cierto), se tranquilizó un poco. Tras el cuentacuentos hablé con el chaval, que traslucía en el rostro un buen disgusto, y le comenté que a mí tampoco me gustan las barbas, que me afeito todos los días, y que la susodicha barba causante del disgusto era de atrezo, una barba falsa. Se quedó más relajado, pero no dejaba de mirarme con cierto recelo. Y hace unos días otro niño se echó a llorar a moco tendido cuando al final del espectáculo Cuentos del Cretácico podíamos regresar finalmente al presente, tras viajar al pasado con una máquina del tiempo. Su llanto era inconsolable. Quería quedarse en el Cretácico, con los dinosaurios, no quería para nada volver a la realidad. Hay veces que los niños lloran de miedo cuando salen ciertos dinosaurios, pero este chiquillo al parecer prefería vivir para siempre en ese mundo del pasado. Tras el cuentacuentos le expliqué que podría viajar donde quisiera gracias a la imaginación, que la imaginación es muy poderosa, y me miró asintiendo, dándome la razón, pero los dinosaurios le encantaban, caramba. Los cuentistas no tenemos corazón.
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