EL ARTÍCULO DEL DÍA

Polarización y crispación

La esencia de las relaciones políticas se caracteriza por la presencia de un antagonismo

Cándido Marquesán

Cándido Marquesán

El Informe sobre la democracia en España en 2022 de la Fundación Alternativas nos dice que estudios recientes sugieren que en España ha crecido en los últimos años la polarización ideológica (esto es, el grado en que los ciudadanos discrepan sobre asuntos políticos) y también la polarización afectiva (sus sentimientos negativos sobre quienes piensan diferente).

La polarización engendrada al unísono por determinados líderes políticos y periodistas estridentes, tiene tres referentes ideológicos, según explica Víctor Sampedro en su artículo Espacio público digital y dinámicas polarizadoras.

Carl Schmitt –el teórico nazifascista, cobijado por el franquismo– establece que el criterio propio de lo político es amigo-enemigo, es decir, un criterio de carácter binario que nace de la necesidad de una diferenciación entre nosotros y ellos. La esencia de las relaciones políticas se caracteriza por la presencia de un antagonismo. En este orden de ideas, la posibilidad de reconocer al enemigo implica la identificación de un proyecto político que genera un sentimiento de «pertenencia». La relación amigo-enemigo involucra una dinámica de diferenciación y de oposición, pero, también, de complementariedad. Es decir, la percepción de enemigo que unos puedan tener de otros crea, al mismo tiempo, cohesión y una dinámica en la que ambos extremos de la relación se definen mutuamente y se reconocen en sus roles. Si no se da la posibilidad de identificar al otro o si se perdiera al enemigo, lo político perdería su esencia. Del mismo modo, al ser esta relación de carácter binario, diferenciado y complementario, el enemigo abre la puerta a la guerra, a la violencia y al peligro, sin embargo, al mismo tiempo, provee la posibilidad de defensa y de protección.

Para Niklas Luhmann en su libro La realidad de los medios de masas, la eficacia de un sistema comunicativo reside en su capacidad para plantear disyuntivas que simplifiquen la realidad y la competición política. Un sistema mediático eficaz fija la atención pública en dos opciones. Amnistía o no amnistía. Constitucionalista o anticonstitucianalista. Fascista o comunista. No pretende elevar el conocimiento y la capacidad dialógica de la ciudadanía, que se presuponen mínimos o nulos. Más aún, se asume como inevitable que la deliberación mediática no guarda relación con la realidad. Los medios tratan y comentan aquellos asuntos que ya han definido como noticias. Los debates políticos se abren y se cierran de manera autónoma e independientemente de los problemas en curso. Y las audiencias se reconocen en las encuestas, en las noticias o en las redes. Todo esto ocurre de modo casi automático y bastante ajeno a la realidad. En definitiva, los medios producen y reflejan la opinión pública con criterios propios. Al margen de los acontecimientos, imprimen movimiento y ritmo al debate político, buscando acoplarse a la atención del público. Por tanto, gobernantes y gobernados solo necesitan conocer los temas que han destacado los medios. Y lo hacen del modo más sencillo; establecen relaciones binarias y contraponen los relatos del Gobierno o de la oposición. De la misma manera, las encuestas preguntan a la ciudadanía si aprueba o rechaza estos actores. Y los medios y algoritmos viralizan las opiniones más extremas y profundamente maniqueas. Así se simplifica el debate que de otro modo resultaría complejo e interminable. El grado de simplificación es de tal calibre que se pierde el contacto con la realidad. El valor político de un líder se cifra, como los precios del mercado, en la atención y la valoración pública que consiguen.

Por último, Jeffrey Alexander sostiene que la tarea política conlleva –y a veces se limita a– realizar performances, postureos y puestas en escena. Tenemos numerosos ejemplos en nuestra clase política actual. Ninguna más cautivadora y rentable políticamente que la que recurre a la retórica y los símbolos antagonistas.

Estos tres referentes conducen a la bipolarización que divide el campo político en sendas trincheras, que se justifican, de nuevo, por las lógicas propias de un sistema político que fomenta y se alimenta de los extremismos. Los genera para disimular el vaciamiento de los programas de gestión y gobierno de lo público, indistinguibles excepto en la retórica electoral.

Por ello, la propaganda política se limita a expresar quién no se es, atacando y difamando al adversario, negándole legitimidad para gobernar. Esta es la estrategia más eficaz y efectiva para apelar y recabar la atención del público; bombardeado con el tú más y el todo vale.

En medio de este cenagal, la ciudadanía es incapaz de juzgar la competencia gestora o la coherencia ideológica de quienes se postulan como sus representantes. Siendo imposible evaluar sus trayectorias previas o el ejercicio de sus funciones, resulta más simple y fácil ensalzarlos o estigmatizarlos. La racionalidad es apartada para seguir el espectáculo político-mediático. Dictar sentencias morales y expresar adhesiones o repulsa emocional son las vías de disfrute. Algo que resulta adecuado en el deporte espectáculo, tiene consecuencias nefastas cuando se traslada al espacio público. Por ello es lógico que la respuesta ciudadana sea el cinismo –nada es real, todos son iguales– o el nihilismo –que se vayan todos–. En definitiva, la desafección democrática está servida.

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