TERCERAPÁGINA

La ira

El insulto ya no es un desahogo, ahora se insulta para llamar la atención, buscar una réplica y generar noticias

Jesús Membrado Giner

Jesús Membrado Giner

Llevamos unos años en que una parte significativa de la sociedad ya no se asombra de los insultos. El insulto no deja de avanzar y extenderse como una mancha de aceite en un vaso de agua. De ser una excepción en la conversación o el debate, ha pasado a ser un producto de fabricación en serie.

Recuerdo que nuestros padres nos enseñaron a contener nuestros cabreos, a no dejarnos llevar por la ira, a no ser agresivos. La buena educación, mantener las formas cuando las cosas se ponían mal, era un signo de distinción y nobleza. No dejarte llevar por las groserías del compañero de pupitre o en los juegos agresivos del recreo era la recomendación antes de salir para el colegio.

Con los años y, sobre todo, con los últimos años, el insulto ya no es la expresión de un desahogo. Ahora se insulta para llamar la atención del público, de los medios o del contrincante. Se usa para buscar una réplica, para generar una noticia, para que pique un tercero. Frente al cúmulo de noticias falsas, insultos o agresiones verbales, primero nos sentimos abrumados y luego nos insensibilizamos. Nos acostumbramos a lo que antes nos habría parecido un escándalo.

Por supuesto que el culpable del insulto es el que lo profiere, pero cuando obedece al uso de noticias falsas, a devaneos y conspiranoias planificadas para mantener audiencias mediáticas o proyectos políticos, el efecto que produce es el enorme deterioro de la convivencia. Y ahí los peligros que corre la sociedad son enormes.

Los efectos de estos experimentos los comprobamos todos los días en el mal ambiente de nuestra convivencia. «No hablamos de política», o «mejor dejamos este tema a un lado», decimos en conversaciones con amigos o familiares. Y no lo digo solamente por el cuñadismo que impera en las reuniones familiares o los comentarios y conversaciones que escuchas en los bares o en los lugares más inesperados, lo digo porque ya se da en los espacios más impensables. Como el que presencié estas navidades en mi gimnasio habitual. Un individuo de aspecto saludable, treintañero y universitario, despotricando contra los políticos que se habían subido el sueldo, amenazando con darles una paliza, a la par que denunciaba las elecciones amañadas o la supuesta coacción del presidente del Gobierno de España a los jueces, sancionándoles con la pérdida de empleo y sueldo, o las maldades de un feminismo al que tildaba de opresor hacia los hombres. Esto y mucho más ante un auditorio forzado de jubilados pacíficos que no sabíamos si contradecirle o pedirle calma y pastillas para la tos. El contenido de sus muchas mentiras es lo de menos, lo impactante es la agresividad, la ira que transmitía, la vehemencia, el lugar.

Porque la ira siempre ha existido, en todas las épocas y en todas las sociedades. Pero siempre hubo organismos que gestionaban esa ira, que la canalizaban. Los partidos políticos o incluso los sindicatos y otras organizaciones de la sociedad civil la transformaban en demandas a corto o a largo plazo. Pero es que actualmente los partidos políticos y esas otras organizaciones han perdido esa función, la sociedad civil es ignorada por muchas instituciones, y aquellos que están insatisfechos no tienen dónde acudir. La ira se ha quedado sin intermediación, y son otros grupos los que la canalizan. «Es la ira de los algoritmos» que además resulta rentable económicamente para hacer caja.

El problema no es la mera suma de historias falsas, datos incorrectos o campañas de asesores sin escrúpulos. Los propios algoritmos de las redes sociales formatean las falsas percepciones del mundo, y llevan a personas como la citada antes a buscar explicaciones simplistas y seguras en un mundo enormemente complicado. Es por ello que reaccionan airadamente, con violencia verbal incluso, cuando la realidad se impone.

Hannah Arendt decía que el peligro no está solamente en que la gente se crea las noticias falsas, sino que llegará un momento en que ya nadie crea nada.

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