Opinión | EDITORIAL

Yihadismo en Rusia

El encaje de la minoría musulmana en Rusia ha sido históricamente un problema social no resuelto en la construcción de una identidad nacional que los últimos 30 años ha recuperado entre sus ingredientes fundamentales el papel de la Iglesia ortodoxa y el patriotismo panruso. El atentado en el centro comercial Crocus City Hall de Moscú, reivindicado por el Estado Islámico del Gran Jorasán (EI-J), ha puesto de relieve dos realidades: la capacidad operativa de una de las franquicias de Estado Islámico y la condición de Rusia como foco de radicalización islamista, favorecida por la marginación de la comunidad musulmana –por encima del 10% de la población– y la pervivencia de situaciones explosivas en Chechenia, Ingusetia, Daguestán y otros lugares.

El empeño de Vladímir Putin de vincular el atentado con Ucrania persigue, además de utilizar políticamente la tragedia, desviar la atención sobre las condiciones objetivas para la radicalización yihadista en entornos sociales de credo musulmán. No solo por las muy limitadas expectativas de futuro de la inmensa mayoría de quienes los integran, sino por la gestión de los flujos migratorios entre exrepúblicas soviéticas de Asia central de mayoría musulmana y otros países. De una u otra forma, más o menos alimentada por las autoridades, Rusia se ha convertido en un país de import-export de un islamismo radical, partidario de la acción directa, que identifica el Kremlin como un enemigo a combatir por su apoyo a Bashar al Asad en Siria, su acercamiento al régimen shií de Irán, su renovado apoyo a Afganistán y su movimiento expansivo en el Sahel, en disputa por el control del territorio con el yihadismo y diversos intereses occidentales.

La reaparición del clero ortodoxo acompañando a las instancias superiores del poder político, convertido el patriarca de Moscú en cabeza de una Iglesia nacional que sostiene en todo las directrices del Kremlin, favorece también la reacción y movilización de una minoría radical que se siente condenada al sometimiento. Pero todas estas circunstancias acumuladas no deberían llevar a la más mínima contemporización con un movimiento que es capaz de nutrirse para sus propósitos sectarios tanto de las contradicciones internas en Rusia como de las de occidente o de las mismas sociedades de mayoría musulmana, que en su inmensa mayoría deplore la matanza de inocentes en Moscú y puede sufrirlas también en carne propia.

Hay en la realidad del presente y el legado del pasado demasiados ingredientes para que el conflicto deje de ser un mal endémico: basta repasar las dos últimas décadas –asalto al teatro Dubrovka de Moscú, asalto a la escuela de Beslan, atentado contra el metro de San Petersburgo, más un número impreciso de incidentes en otros lugares. E indicios para sospechar que en algunos casos las implicaciones de los cuerpos de seguridad rusos pueden haber llegado a ser confusas. Los responsables del Comité de Investigación y de la Fiscalía General son partidarios de la mano dura, incluida la tortura; los ideólogos de la restauración de la pena de muerte han ocupado el escenario. Nadie renuncia en el Kremlin a hacer un uso oportunista del desafío islamista y tampoco nadie se presenta dispuesto a atenuar la marginación de la comunidad musulmana rusa, condenada a la frustración y a albergar en su seno células yihadistas de una violencia extrema.

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