Opinión | editorial

El asunto era y es Abraham

Desde el pasado 7 de octubre, Oriente Próximo vive una sucesión de acontecimientos inéditos. Primero fue el ataque de Hamás a Israel desde la Franja de Gaza, que causó un millar de muertos. Después, la contundente respuesta israelí que fuentes de Hamás cifran en 30.000 víctimas. Y en los últimos días, el ataque israelí a una instalación diplomática de Irán en Damasco y la respuesta del régimen iraní, que lanzó centenares de misiles y drones que fueron interceptados por el escudo de defensa que maneja Israel con tecnología occidental. Desde la noche del sábado, el mundo contiene la respiración por una posible respuesta de Netanyahu que escale el conflicto.

Desde el primer momento, los analistas y diplomáticos internacionales pronosticaron que esto acabaría siendo un asunto entre Israel e Irán. El régimen de Teherán no se puede permitir de ninguna manera que Israel acabe siendo un estado normalizado en la región al que reconozcan la mayoría de países árabes. Eso es lo que se estaba produciendo con los llamados Acuerdos de Abraham. Irán alentó, armó o simplemente consintió el ataque de Hamás, pero era una mera instrumentalización de la causa palestina. Israel, con una respuesta desproporcionada al borde de la ilegalidad internacional, no cayó en la trampa hasta el ataque en Siria. Irán ha respondido para salvar las críticas internas, pero lo ha hecho de manera que Netanyahu, si quiere, no tiene la necesidad de escalar. Eso es lo que le han pedido los aliados que le salvaron de un desastre el sábado, con Estados Unidos a la cabeza. Ese es el camino que debería ir acompañado también de un alto el fuego humanitario en Gaza.

El objetivo final de los Acuerdos de Abraham a medio plazo no es otro que convertir el conflicto árabe en un conflicto entre Israel y Palestina. El dolor de los habitantes de la Franja es insoportable, pero en el momento de activar la diplomacia, junto a la defensa de los seres humanos, hay que ponderar el futuro geoestratégico de la región. Que no puede amparar barbaridades, pero que hay que tener en cuenta. Que los países árabes acaben reconociendo a Israel igual es un camino más eficaz para acabar reconociendo el Estado palestino.

En este contexto, la iniciativa del presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, de promover el reconocimiento de Palestina antes de verano podría resultar tan bien intencionada como estéril. Primero, porque la descomposición de la Autoridad Nacional Palestina abre muchas incógnitas sobre la viabilidad de ese hipotético Estado. Segundo, porque es inconcebible que España dé este paso si no lo dan simultáneamente sus socios europeos. Y, tercero, porque desvía el foco de los Acuerdos de Abraham. Da la impresión que el mantra del reconocimiento de Palestina tiene más el objetivo de cohesionar al Gobierno y evitar tensiones con Sumar y de situar en la agenda política interna los asuntos exteriores que deberían ser un política de Estado con el mayor consenso posible. El sufrimiento palestino interpela, Israel debe poder defender ponderadamente su derecho a existir e Irán debería pensar más en contrapartidas si avanzan los Acuerdos de Abaraham que en dinamitarlos a través de toda suerte de guerrillas que les sitúan fuera del tablero diplomático y que, como ocurrió el sábado, acaban siendo más una fuente de debilidad que de fortaleza y aumentando el sufrimiento de los pueblos.

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