La playa reúne una sociología variopinta según pasan las horas del día y de la noche. Es el territorio de la depuración y de la exhibición, del deseo de alcanzarla y pisarla; y de la frustración por resultar inalcanzable para muchos. Cuando era niña, ir a la playa era algo que pasaba muy de vez en cuando, y constituía una fiesta para toda la familia. Recuerdo a mi padre anunciar como una gran noticia: "este año iremos a la playa"; momento en que los cuatro hermanos dábamos saltos y palmas de alegría. Nos metíamos los seis en el Seiscientos rumbo a la felicidad de la infancia y del cine de verano, de las aguadillas saladas y de la pesca de los pequeños cangrejos que habitaban las rocas, siempre esquivos y ladinos. Alquilábamos la parte de abajo de unos pescadores que tenían puesto en el mercado; así que el pescado no faltaba en la mesa. Era una casa sencilla, humilde, en un barrio del pueblo, donde la playa quedaba lejos, pero íbamos todos los días cargados como mulas a pasar toda la mañana a remojo.

La playa que ahora contemplo es distinta porque es otra, y porque no la veo desde el territorio de la infancia, sino desde la mirada de la madurez. Y sigue siendo un espectáculo repetido e interminable. A la misma hora bajan a la playa los que llamo "clanes familiares"; son tribus que colocan en círculo las sombrillas y las sillas playeras, en el centro las neveras portátiles llenas de viandas y cervezas frías; y allí, sin salirse casi del círculo, pasan las horas dueños del espacio y del verano. Suelen ser los veraneantes de toda la vida o los nativos del lugar. Siempre ocupan el mismo sitio en la playa. Son metódicos y felices en el grupo formado por generaciones de abuelos, hijos, nietos y vecinos.

TODAS LAS NOCHES se sientan, de espaldas al mar, en el murete que divide la playa del paseo marítimo, una extensa familia de nórdicos, todos rubios y esbeltos, silenciosos y ordenados. El grupo lo forman dos mujeres, tres hombres adultos, y el resto hasta llegar a doce miembros lo completan adolescentes y niños que aguardan, pacientemente, el momento en que los paseantes dejan de ser masa para lanzarse con sus patines a recorrer el paseo marítimo a una velocidad y una destreza dignas de asombro. Mientras los chicos se desfogan, con educación y elegancia de movimientos, los hombres y las mujeres charlan en línea o permanecen en silencio saboreando la noche mediterránea.

Tengo que reconocer que desde mi atalaya, donde tengo el privilegio de absorber un poco la vida de los demás, me tiene intrigada la presencia de un joven negro, vendedor de telas exóticas y pareos, con cuerpo de atleta o dios africano, que se coloca respetuosamente al final de la fila de los veraneantes para darse una ducha refrescante y quitarse la arena de sus gastadas chanclas. Su silueta desde la lejanía impresiona. Creo que es un hombre valiente que se atreve a participar de los rituales playeros de los occidentales. Con humildad y mirando a los lados, el chico se quita la camiseta y se ducha con inmenso placer.

Periodista y escritora