‘Desrealtad’

Los frustrados eligen dos caminos para despeñarse, la amargura propia y el rencor al prójimo

José Mendi

José Mendi

La tranquilidad es ese estado de paz interior que sentimos en el tiempo que transcurre desde que dejamos de sentirnos frustrados hasta que conseguimos que los demás lo estén. La felicidad es relativa, y proporcional, a la capacidad de disfrutar de ese estado de relajación. La angustia, en cambio, es absoluta si somos unos relojes de arenas movedizas que oscilan ininterrumpidamente del malestar propio a promover el ajeno. La frustración es la respuesta natural de los humanos cuando no conseguimos lo que queremos. Los niños berrean y los mayores «burrean». Nos invade el malestar tras el fiasco de nuestras expectativas. Lógico.

El sentido común lleva a buscar otras alternativas más exitosas o a valorar si lo que deseamos es accesible. Lo de querer es poder tiene sentido si se basa en una lógica racional que explore nuevas soluciones. Pero como frase de autoayuda sólo conduce a una sucesión de cabezazos, tan repetitivos como inocuos. Pasamos de la incomodidad por no lograr los objetivos, a la desesperanza de estar abatidos. En ese instante crítico, la frustración deja de ser una respuesta, para convertirse en un estímulo contra uno mismo y los demás. Los frustrados entran en bucle y eligen dos caminos para despeñarse, la amargura propia y el rencor al prójimo.

Tras la decepción de un tropiezo inesperado el cerebro gira como una peonza errática que no para de darle vueltas a los fallos. Estos se crecen, como niños mimados del pensamiento, provocando nuevos y más burdos patinazos. Así, la mahonesa irracional se nutre de ese aceite que rememora incesante lo que pudo haber sido y no fue. Los protagonistas no pueden escapar de esa espiral centrípeta. Unos se hunden y otros se cabrean. La falta de autocontrol hace el resto. Es un pensamiento recurrente que destaca en deportistas tras una actuación deficiente pero que afecta a todos. La ansiedad rumia la obsesión tras los chascos, y la ofuscación prende con agresividad una atmósfera repleta de ira y rencor. Pero no todo está perdido. De la frustración se sale. La clave es centrarse en la tarea, para huir de la obcecación sobre el resultado.

Los aplausos al candidato popular en la investidura han sido proporcionales a la frustración de las derechas que lo han apoyado. La elongación temporal del debate que solicitó el inquilino de Génova, y arrendatario de Abascal, ha profundizado el desasosiego y la decepción conservadora. En la ceremonia de San Jerónimo, el líder del PP misó como un ser desprendido. Dijo tener al alcance el gobierno y no lo quiso. Que no se preocupe porque los «Ayusuyos» le harán miembro de la cofradía del desprendimiento, junto a Casado. Tentó los cuatro votos del apocalipsis socialista y sólo le respaldaron unos zombis pasados de vueltas. Quiso asaltar el castillo progresista con las mentiras de sus arietes y le cayó el Puente levadizo encima. Para hacer amigos en el Congreso, anunció que impondría un nuevo delito de deslealtad institucional.

Dada la identidad que promulga entre quienes defienden España, que son los que le votan, y el resto de traidores, la amenaza quedó fijada junto a las huellas de los disparos en el techo del hemiciclo. Lástima que la deslealtad personal sólo apenara a su amigo, el narco Marcial Dorado. Perdió la oportunidad de instaurar la penalización por «desrealtad» a quienes traicionan la ética y a la Corona. Pero eso hubiera ahuyentado al emérito de sus regatas. Está a tiempo de incluir en el código penal el crimen por «desfachaltad».

Podría afear así a la presidenta del parlamento aragonés, que colocó su partido, su falta de educación y su exceso de veneno fascista. Marta Fernández evitó saludar a las autoridades que no le gustan, agarrando su mano bajo la espalda. No sabemos si para evitar que se alzara su brazo, cara al sol, o para eludir una posible vacuna.

Feijóo aparentó ganar, a pesar de que ya estaba perdido, y fingió no querer, cuando no podía. Su «aparentismo», como diría Ortega y Gasset, es una écfrasis del quiero y no puedo. Falsear la realidad realza la frustración del fracaso. Otra «desrealtad». Culminada la votación, en su bancada, vieron que en el escaño del gallego alguien volaba sobre el nido de Cuca. Como en la película de Milos Forman (1975), el candidato había sido «lovoxtomizado». Claro que la pifia del 27-S coincidió con el aniversario de los últimos fusilamientos del franquismo. Mientras, en la calle, se repartían carteles con el lema «Feijo, Fijo». Si la deslealtad es incluso gramatical ¿qué podía salir mal? .

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