CON LA VENIA

Ruido de togas

Juan Alberto Belloch

Juan Alberto Belloch

La decisión de Pedro Sánchez de consultar a los militantes del partido la política de relación con los independentistas catalanes se presta a numerosas interpretaciones. La más obvia, prefigurar el posible escenario de una derrota en las urnas. Para ese viaje necesita el apoyo previo de la jerarquía y los militantes de base. El discurso sería muy simple: «todos tenemos la culpa» en caso de perder y «sólo yo tengo el mérito» en caso de ganar. Una segunda lectura, más benévola, sería la expresión de dudas sobre el acierto o equivocación de alguna de las concesiones, en particular de la amnistía, aceptando que la cuestión es discutible pero necesaria, lo que supone ponerse la venda antes de la herida. Una tercera lectura, la más perversa, supondría decidir que es el momento adecuado para que todos los posibles rivales políticos del PSOE se tiren a una piscina vacía, sin tiempo para meditarlo.

Una explicación más prosaica sería la de entender que sólo se trata de una maniobra de distracción para tratar de llevar el escarpado debate político al campo más relajado de lo ideológico. Finalmente, la versión más optimista sería plantear que con este tipo de prácticas se abre una nueva fase, la que hace de la «consulta» un mecanismo idóneo para abordar el tratamiento de las cuestiones más sensibles y espinosas, aceptando las exigencias de una sociedad dinámica y participativa. No es especialmente importante el resultado de la consulta, favorable, desde luego, a Sánchez. Su interés se centra en que ayuda a interpretar la maniobra urdida. De igual modo, nada impide que, ante la ausencia de una Ley Orgánica que regule la materia, el legislador pueda cubrir esa laguna, pero no basta con acudir a los precedentes históricos, ni a la doctrina científica ni, desde luego, a la escueta regulación prevista en la Ley de Enjuiciamiento Criminal que poco aclara.

El poder legislativo es el único que puede zanjar la cuestión fijando los criterios esenciales que definan los contornos de esa institución. En el caso de que fuera posible afrontar ese proceso, debe saberse que sería complejo y polémico en todas sus fases de producción y, especialmente en su tramitación parlamentaria. Es previsible que el asunto, tras pasar por el Tribunal Supremo, termine en el Constitucional y en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Y debe saberse que las decisiones del Tribunal Constitucional español serían rápidamente deslegitimadas en función del origen «político» de los magistrados nombrados. De ahí la virulencia del proceso de su designación, y de ahí los mil ojos que se pondrán en la calidad jurídica de la resolución. Están en juego el prestigio y dignidad de la institución, su auctoritas como intérprete máximo de la Constitución. Los daños causados pueden suponer un precio demasiado alto y, en todo caso, intolerable.

Debe también tenerse en cuenta que lo que sabemos ahora es insuficiente para resolver la cuestión de su eventual inconstitucionalidad. Necesitamos conocer la letra pequeña, pues de ella dependerá en buena medida el resultado de su revisión constitucional. Entre otras cuestiones, la concesión de la inmunidad a un grupo determinado de personas está justificada por razones excepcionales de interés general que deben ser valoradas por el tribunal correspondiente, sin que pueda confundirse tal interés, con los intereses particulares de los afectados.

Asimismo, se deben introducir en el texto normativo los mecanismos o salvaguardas necesarios para mantener incólume el principio básico de igualdad de todos ante la ley, de suerte que cualquier desviación de tal principio, deba estar plenamente justificada. Hay que incluir (y no solo en la Exposición de Motivos) que los hechos delictivos existieron, y que fueron constitutivos de delito, pese a lo cual el legislador optó por borrar todas sus consecuencias por razones excepcionales que justifiquen la medida. Un mínimo de honestidad intelectual obliga a reconocer que el derecho y la justicia han perdido por goleada ante el furor desatado por las políticas partidistas. Hemos asistido a una intensa batalla comercial, más propia del derecho mercantil que del derecho penal: votos a cambio de impunidad. Es evidente que el debate no se habría producido si los votos separatistas no fueran decisivos para aprobar la investidura. La amnistía se exige, por los partidos separatistas, en un bronco proceso negociador y como premisa sobre la que asentar un posible acuerdo entre las partes. Pero no existe ningún dato objetivo que permita pensar que tal concesión sirva para poner un final razonable al proceso soberanista. Los soberanistas conciben la amnistía (y no lo ocultan) como un paso más de su estrategia política al que seguirá el envite decisivo, un referéndum vinculante que, caso de prosperar, pondría en marcha de manera irreversible la declaración de independencia.

Es urgente detener los ensueños separatistas, es preciso que sepan que no se puede poner en peligro la unidad de España ni tensionar hasta límites intolerables la paz social. Hay una serie de medidas (indultos, malversación o amnistía) que, lejos de frenar el proceso, lo estimulan al hacer más barata, cuando no gratuita, la respuesta penal a tales conductas.

De ahí que ha retrocederse en las concesiones acordadas y evitar que se amplíe el catálogo de renuncias a la carta, aunque ello suponga dificultar el proceso de la investidura. La formación de un gobierno no es ni debe ser, la prioridad absoluta. Antes están las exigidas por el Estado de Derecho y el bien común.

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