Sala de máquinas

Rafael

Juan Bolea

Juan Bolea

El sello Larousse ha decidido homenajear al pintor Rafael de Urbino. Lo ha hecho con un volumen, recién editado y realmente espléndido, de los que merecen conservarse en nuestras bibliotecas sin fecha de caducidad.

Un compilado, bello, sensible y lúcido homenaje a una obra pictórica de características inigualables en la historia de la pintura porque, técnicamente hablando (para empezar), muy pocos artistas demostraron entonces o han demostrado después estar a la altura del genio italiano. En cuanto a composición, sentido de la estética y concepto de la narrativa pictórica (para ir concluyendo) podemos estar seguramente hablando de cualidades únicas.

Ese don que tan especial hizo a Rafael queda particularmente resaltado si se lo coteja o compara con otros trabajos similares de pintores contemporáneos suyos. Era entonces, a principios del siglo XVI, en pleno Renacimiento, muy usual que los maestros repitiesen motivos bíblicos, religiosos, figuras de santos y vírgenes preferidos por la devoción popular, a fin de decorar las salas y capillas de palacios o templos.

Fue el caso de Perugino y Rafael, cuando ambos coincidieron en desarrollar el mismo asunto de Los desposorios de la Virgen. Pero, allá donde el cuadro de Rafael parece flotar, el lienzo de Perugino, siendo fantástico, permanece anclado al suelo. Rafael confirió vida a los personajes; Perugino, en cambio, se limitó a retratarlos. Rafael supo convertir el espacio reducido del lienzo en una dimensión infinita del cielo; todo lo que el Perugino pintó en el suyo fue estrictamente terrenal. Con los siglos, las diferencias no han hecho sino aumentar. El oficio de uno sigue contrastando hoy con la maestría del otro. El talento de Perugino, con el genio de Rafael, evidenciándose que entre lo extraordinario y lo maravilloso hay un margen para la excelencia humana; una pequeña pero decisiva diferencia que pone a salvo la obra del paso del tiempo.

Particularmente prodigiosos fueron los retratos de Rafael, en los que llevó a la cúspide sus facultades artísticas. El de La Fornarina (1520) nos conmueve por su inocente belleza. El de Bindo Altovitti (1514) por su simbolismo renacentista. El de Baltasar Castiglione ( 1515) por su solidez y personalidad. El del Papa Julio II (1510) por su alucinante realismo...

Una maravilla.

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