¡Rojos, al paredón!

Ángela Labordeta

Ángela Labordeta

Ese era el grito de guerra que en los años ochenta y principios de los noventa manadas de niños de papá –así se les conocía– lanzaban cuando habían avistado a uno de esos malditos rojos a los que acorralaban, insultaban, zarandeaban e incluso pegaban. Fue una práctica habitual durante algunos años en Zaragoza. Imagino que se practicaría en más ciudades, pero aquí se llevaba a cabo en las intersecciones de las calles que desembocaban en San Vicente Mártir y en la misma San Vicente Mártir fundamentalmente. Aquellos chavales, de clase bien generalmente, nostálgicos del franquismo por herencia familiar supongo y con papás abogados y abogados amigos de papá, no solo zarandeaban a los supuestos rojos, también acorralaban a los fumetas, a los maricones, a los colgados y a todos aquellos que no fueran de su par e igual.

Era una situación que se asumía y no creo que de aquellos actos surgieran denuncias porque se sabía que no llegarían a ningún sitio, solo a generar más probabilidades de ser nuevamente agredido y eso era algo que nadie quería que le sucediera. No hablo de memoria ni porque sí, cuento esto porque en aquellos años tenía 16 o 17 estando en un bar de esa zona llamado RAY. Unos cuantos muchachos nos violentaron a una amiga y a mí tirándonos vino sobre la cabeza y gritando: «Habrá un día en que todos los rojos vayan al paredón», después de haber insultado a toda mi familia paterna con un odio extremo, enfermizo y ciertamente atolondrado. Creo que sentí miedo, no lo recuerdo bien, solo sé que alguien dijo: «¡Basta!» Y los energúmenos nos hicieron un estrecho pasillo para que abandonáramos el bar, haciéndonos jurar que jamás volveríamos por allí y echándonos más vino, mientras gritaban su frase preferida. No se lo conté a nadie y mi amiga tampoco lo hizo y seguimos con nuestras vidas pensando si aquellos muchachos, tatuados de banderas de España, realmente eran tan intolerantes, tan perversamente violentos y tan necios en su modo de diversión, que no era otro que perseguir rojos en una cacería donde siempre ganaban los mismos.

Aquella moda desapareció; supongo que aquellos muchachos crecieron, formaron respetables familias y apenas recuerden aquellos años en los que querían limpiar las calles de todo lo que sonaba a libertad, democracia, cultura, tolerancia, reclamando la pena de muerte y cosas de índole semejante. No lo consiguieron, es una evidencia. Sin embargo, hay una idea que me ronda y es la de suponer que aquellos muchachos, hoy hombres, odiarán del mismo modo y a los mismos, insultarán del mismo modo y a los mismos y como antaño querrán borrar las huellas de todo aquello que se esconde en las letrinas de nuestra historia.

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