Mi nombre es Santiago y aunque ya han pasado más de 50 años, todavía recuerdo como si fuera hoy aquel caluroso mes de agosto cuando me colé como polizón en un precioso navío. Una vez sustituido el timón de la nave y reparadas sus velas, emprendimos rumbo hacia el oeste. A los tres días fui descubierto por el mismísimo capitán, quien dando muestras de su humanidad, me permitió seguir el viaje, eso sí, con el compromiso por mi parte de trabajar como un marinero más.

-Nos dirigimos a la India? -pregunté al capitán.

-Efectivamente. Lo que no te sabría responder es cuánto tiempo tardaremos; eso sí, te puedo asegurar que las despensas están hasta arriba.

Tras varios meses de navegación y más de 5.000 kilómetros recorridos, la única esperanza que nos mantenía en pie era la presencia puntual de un par de aves a escasos metros de nuestras cabezas. El alimento escaseaba y lo que era peor, el olor a podrido se estaba apoderando de toda la nave.

Pasaron varios días más, y la mayoría de la gente se quejaba ante el capitán:

-¡Señor, nos estamos volviendo locos!; hace casi tres meses que no vemos nada más que agua -exclamó Rodrigo, el joven y apuesto amigo cuyo verdadero nombre era Juan y que me introdujo en la caravela la noche antes de zarpar. Rodrigo había dejado en Lepe a su amor, que era mi hermana Teresa.

-Tranquilo, Rodrigo -respondió el capitán. La India tiene que estar muy cerca. Sube al poste ya que es tu turno de vigilancia.

Rodrigo, no sin antes acariciarme el pelo con ternura, ascendió hasta lo alto de la embarcación y oteó el horizonte. Pasadas seis horas, creyó ver algo, un brillo... Será un espejismo...

-¡Tierra, tierra! -gritó Rodrigo de Triana desde lo más alto de La Pinta. Y fue así, como el 12 de octubre de 1492, Colón descubrió América y yo fui testigo de ello.