TERCERA PÁGINA

San Silvestre, el santo de la Nochevieja

Fue el primer papa que hubo de contemporizar el poder divino con el terrenal

Luis Negro Marco

Luis Negro Marco

Hubieron de pasar tres siglos para que la religión cristiana fuera bien vista por los emperadores de Roma. Ellos mismos reinaban arrogándose la condición de dioses, gobernando a un pueblo tan mayoritariamente inculto como pagano, fiada su vida y su alma a supersticiones y divinidades originarias de Oriente y de la Grecia clásica.

Por ello, los primeros cristianos se vieron obligados a rezar bajo tierra (en las catacumbas) y con harta frecuencia perecieron como mártires en el vasto Imperio de Roma, siendo arrojados a los leones en los anfiteatros y torturados y asesinados por los soldados imperiales.

Todo habría de cambiar, no obstante, cuando en el año 313, mediante el Edicto de Milán, los emperadores Constantino y Licinio (el primero, convertido al cristianismo, y el segundo todavía pagano, pero contrario a la persecución) otorgaron plena libertad de profesar su religión a los cristianos. De este modo, a San Silvestre le correspondió el honor de ser el primer papa (ciñó sobre su cabeza la tiara papal en el 314, un año después de la libertad de culto a los fieles católicos en el Imperio romano) «legal», ya que, a diferencia de los 32 papas que le precedieron, ejerció su pontificado en plena libertad hasta el día de su muerte (el 31 de diciembre del año 335, día en que la Iglesia lo sigue conmemorando) siendo solemnemente enterrado en el cementerio de las catacumbas de Priscila, en Roma.

San Silvestre, dotado de grandes habilidades políticas, supo ganarse la confianza del emperador Constantino (272-337), a quien, según algunos cronistas, curó de la lepra que padecía mediante las aguas del bautismo, evitando (y aquí vemos un entronque de esta historia con la Matanza de los Inocentes del rey Herodes) que, según le aconsejaban sus arúspices, se bañase para sanar, en sangre de inocentes cristianos. Así lo relatan unos Gozos al glorioso San Silvestre papa del siglo XVIII: «Para curarle de su enfermedad, sacerdotes sin cariños con sangre de tres mil niños quisieran al emperador Constantino hacer un baño, más vos [San Silvestre] le quitasteis sin daño la lepra y le otorgasteis la sanación».

Y fue de este modo como San Silvestre, que marca el paso de la Roma pagana a la Roma cristiana, contando con el beneplácito del emperador Constantino, edificó en Roma las primeras y grandes basílicas de la cristiandad, denominadas constantinianas, en honor a su benefactor (por supuesto, el emperador Constantino), entre ellas: la Basílica de la Santa Cruz, en Jerusalén, y en Roma: la Basílica de San Pablo Extramuros, la Basílica de San Lorenzo, la Basílica de San Juan de Letrán y la Basílica de San Pedro, esta última para albergar los restos del apóstol San Pedro.

Bien es verdad que San Silvestre fue también el primer papa que hubo de contemporizar el poder divino con el terrenal, puesto que, si bien el converso Constantino había liberado al cristianismo de la persecución, también exigía (como emperador) intervenir en cuestiones de fe y dogmas. Y así sucedió de hecho en el Concilio de Arlés (celebrado en el año 314), en el que se combatió la herejía de los Donatistas, que negaban la Eucaristía y en el que está considerado como el primer Concilio Ecuménico (con presencia de todos los obispos), el cual se celebró en Nicea, en el año 325 y fue presidido por Osio, obispo de Córdoba, en el que se condenó al Arrianismo, secta propalada por el libio Arrio (280-336) que se mostraba contrario al dogma de la Santísima Trinidad. Pero la verdadera trascendencia del Concilio de Nicea radica en que, en él, los obispos allí congregados declararon al Hijo (Jesús) consustancial al Padre (Dios) y redactaron el verdadero símbolo de la fe cristiana (el Credo).

Vemos de este modo que San Silvestre fue el verdadero artífice de la transición desde el paganismo al cristianismo, y en él, como en la Nochevieja, confluyen el final y el principio. Y por ello, ante tan evidente simbolismo, la Iglesia dedicó a San Silvestre la fiesta del 31 de diciembre (el día de su óbito, coincidente con el del final del año) un año después de su muerte.

Así que, después de tantos siglos de ser «el último santo del año», no es extraño que en muchos países (como es el caso de Francia) se conozca a nuestra Nochevieja con el nombre de «La San Silvestre». Una denominación, por cierto, que también se ha adoptado en las últimas décadas en España, pero no como sinónimo de la Nochevieja, sino como denominación de las carreras nocturnas que tienen lugar (la primera se celebró en Sao Paulo, en el año 1925) en diversas ciudades españolas, siendo la más antigua de nuestro país «La San Silvestre vallecana», cuya primera edición tuvo lugar el año 1964.

Convertidas en los últimos años, algunas de ellas, en carreras en las que participan reconocidos atletas internacionales, pues se dan suculentos premios en metálico, también hay en la Nochevieja San Silvestres más modestas, pero no por ello menos disputadas, divertidas y llenas de alegre espíritu navideño, que se conocen con el nombre de Carreras del pavo, por ser el premio, (por cierto, gastronómicamente también muy navideño) que se da a los ganadores.

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