Opinión | firma invitada

Mala, mala, mala...y peligrosa

La horquilla de votos entre la derecha y la izquierda solo sufre ligerísimos cambios en función de la participación

Una debilidad de los humanos es que con bastante frecuencia vemos solo aquello que queremos ver. En las discusiones entre amigos, o en las valoraciones de infinitas actividades prima lo subjetivo, la impresión personal, si se trata de política esto se multiplica mucho más. Por eso, hasta que unos resultados electorales se enfrían, el soufflé de los ganadores y la melancolía de los perdedores son dos polos sin ninguna posibilidad de encontrarse.

Con menos decibelios en los bombos y platillos con que la derecha celebró el triunfo electoral en Galicia, hoy podemos dar alguna pincelada diferente. Los resultados no han sido tan apabullantes. Entre los dos bloques, izquierda y derecha, hubo una diferencia de menos de 40.000 votos, que suponen 7 diputados a favor de la derecha; en las pasadas elecciones de 2020, la diferencia fue de 28.000 y 9 diputados. Históricamente el triunfo de la derecha en Galicia cabalga sobre un puñado de votos (entre los 20.000 del 2009 y los 46.123 del 2012) que les suponen diferencias de siete a nueve diputados. La excepción que confirma la regla fue en 2005, cuando ganó la izquierda liderada por Emilio Pérez Touriño del PSG, y obtuvo 123.412 votos sobre la derecha y tan solo un diputado más. Si el sistema electoral de la regla D’hont es perverso con la proporcionalidad, el sistema gallego es doblemente injusto.

La diferencia de votos está marcada a fuego, en todos los procesos electorales, salvo el antes mencionado del 2005, la horquilla entre la derecha y la izquierda solo sufre ligerísimos cambios en función de la participación, y eso me lleva a afirmar que es una sociedad profundamente dividida, no está histriónicamente polarizada , pero hay que reconocer que a pesar de las muchas deficiencias que sufre y arrastra históricamente, el voto va transmitiéndose de generación en generación, como si estuviese cautivo por la inercia y un cierto «caciquismo».

Viendo estos datos, recuerdo unas encuestas que leí recientemente sobre la radicalización y fanatismo en el partido republicano norteamericano, y en ellas donde se aportan datos muy diversos de este proceso, hay uno que me dejó descolocado; hace veinte años los matrimonios entre parejas que se definen como republicanas era del 62% y el año pasado era del 85%: lo cual hace de la familia el núcleo central que encorseta e interpreta la realidad y pensamientos del republicanismo actual.

En esta realidad es más fácil comprender que Donald Trump dijera en la campaña electoral del año 2017, que, si él salía a la quinta avenida de Nueva York disparando indiscriminadamente con un rifle no perdería ningún voto. Y seguramente es así, porque actualmente se enfrenta a 91 delitos penales, y eso no afecta para nada a sus simpatizantes que le acaban de nominar en la práctica como candidato. Porque sus seguidores siempre responsabilizan a otros de estas acusaciones, y ven en ello una persecución contra su líder. Tiene el cuajo de decir que «los inmigrantes envenenan la sangre de los estadounidenses», similar a la retórica nazi contra los judíos, siendo hijo, nieto y marido de inmigrantes. Nada le pasa factura.

En nuestro país, quien mejor representa al trumpismo no son Abascal o Vox, uno y otro son fiel reflejo del franquismo clásico, es Isabel Díaz Ayuso. La presidenta de la Comunidad de Madrid no solo es capaz de liderar la derecha macarra, al más puro estilo trumpista, sino de romper las barreras del respeto, humanidad, empatía y desprecio. Cuando dice que los miles de ancianos muertos en las residencias de esa Comunidad durante el covid, no fueron trasladados a los hospitales madrileños porque hubieran muerto igual, porque la gente también moría en los hospitales y además eran personas mayores, cuya fragilidad les hacía más propensas a contagiarse de la epidemia, y lo dice con total naturalidad, sin despeinarse y la mejor de sus sonrisas, produce escalofríos. Su última aportación reivindicando el día del hombre el mismo 8 de marzo, es una burla al feminismo, a las mujeres en general, a los malos tratos, a los feminicidios, pero ella busca en los caladeros del machismo tabernario que le rían la gracieta y algunos digan «al fin alguien se ha atrevido a decirlo, mira que bien». Cuando en su entorno aparecen signos de corrupción o problemas similares, siempre es porque le persiguen desde Moncloa, los culpables son otros.

Escribiendo estas reflexiones salta una canción de Víctor Manuelle «Y es que es mala, mala, mala y peligrosa... mujer que vive segura de sí misma y se cree toda una diosa...». Sin comentarios.

Este tipo de políticos descubrieron hace tiempo que «en una sociedad polarizada, tratar a los adversarios como enemigos puede resultar útil y que la política entendida como una guerra puede atraer a quienes temen tener mucho que perder».

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