La 32ª jornada de Segunda

Más miedo que alma. La contracrónica del Mirandés-Real Zaragoza

Víctor exigió a su llegada atrevimiento y energía y renunció a ser un equipo «cagón», pero la falta de gol y de físico condenan a la mediocridad y a un pragmatismo seguramente indeseado por el aragonés para salvar el pellejo cuanto antes

Este Zaragoza no está para hacerse el gallito ni sacar pecho ante nadie por muy pequeño que sea

Moya, Pau Sans, Jair y Lluís López, al término del partido disputado este domingo en Anduva.

Moya, Pau Sans, Jair y Lluís López, al término del partido disputado este domingo en Anduva. / CARLOS GIL-ROIG

Jorge Oto

Jorge Oto

En tan poco tiempo, a Víctor, seguramente, no le habrá dado tiempo a demasiadas cosas. Mucho trabajo por delante como para darle la vuelta como a un calcetín a un equipo al que no le sobra nada y le falta demasiado. La sensación es que, en estos días, el Zaragoza ha tenido más efecto (negativo, claro está) en Víctor, que Víctor en un Zaragoza raquítico, frágil y endeble. «Quiero energía, riesgo, atrevimiento y valentía», reclamó el aragonés en su emotiva presentación cuando se hizo cargo del equipo para dejar claro que, por muy compleja que fuera la situación, él no iba a renunciar a ese estilo que ha abanderado durante toda su carrera. Pero la cuestión es si podrá hacerlo con este Zaragoza, que, como volvió a quedar claro en Anduva, no está para hacerse el gallito ni sacar pecho ante nadie por muy pequeño que sea. El Mirandés, un serio aspirante al descenso y el equipo más goleado de la segunda vuelta, también fue imposible de superar por un equipo aragonés que no le gana a nadie porque no le marca a nadie. Así, está claro, la valentía es una pose. El Zaragoza, también está claro, tiene más miedo que alma. 

La caída en barrena, la acumulación de problemas, los dos cambios de entrenador, el histórico desencuentro con el gol, las bajas y la nula aportación de elementos llamados a ser determinantes, mantienen al equipo inmerso en dudas y una inseguridad que Víctor trata de paliar a base de pragmatismo, una palabra que no suele utilizar demasiado pero que preside ahora un manual de instrucciones que aborda cómo salvar el pellejo sin morir en el intento. Si no marco, que no me marquen al menos, viene a sostener el zaragozano, en lo que suena a sacrificio de esa idea de fútbol que ha defendido toda la vida con el fin de salir de esta y luego, ya veremos.

El desgaste que provoca este Zaragoza es descomunal. Entre otras cosas, porque resulta imposible saber a qué juega. O, más bien, a qué puede jugar. Su deficiente calidad física destierra una presión alta continua y aboca a las dos líneas juntas de cuatro, al repliegue y a protegerse. La falta de último pase y de jugadores capaces de superar líneas enemigas conduce cualquier intento ofensivo a los costados, con el balón parado y el fallo del rival como los escasos aliados de un Zaragoza inofensivo como un cachorro. Así que toca defender para ir sumando. «Hay que salir a ganar y, si no se puede, no perder», pregonó Víctor en la víspera en un diáfana declaración de intenciones que escondía la desnudez de un equipo al que no reconoce pero al que debe adaptarse.