Opinión | la rúbrica

Semen Up

La muerte y el sexo son las dos experiencias vitales que más nos igualan como humanos. El óbito y el coito riman en importancia, pero difieren en asonancia. Al cruzar la meta del deceso todos marcamos el mismo tiempo, aunque unos lleguen bien recauchutados y otros con los neumáticos de su historia hechos jirones. Los ricos viven deprisa y se van despacio. Los pobres sufren la calma y se marchan pronto. Los poderosos son imbatibles a la hora de satisfacer sus privilegios en la cúpula de la pirámide social. El resto tiene la opción de disfrutar y aparearse en la cópula final. La felicidad no entiende de clases, pero va por barrios. Y las manzanas del amor están más concurridas entre los desfavorecidos, que en las frías mansiones del mero interés.

Sigmund Freud desarrolló el psicoanálisis como una teoría brillante en su diseño, pero inútil en su eficacia curativa. De hecho, esta disciplina está más cerca de la pseudociencia que de la psicología contrastada experimentalmente. Así lo constató el filósofo y físico argentino Mario Bunge, en su modelo de demarcación de la ciencia, al señalar la carencia de consistencia interna de esta escuela. El modelo freudiano detalla la tensión permanente entre el instinto de vida (Eros) y el de muerte (Thanatos). El mayor o menor equilibrio de fuerzas, en uno u otro sentido, determina el comportamiento y la patología asociada a dicho desajuste.

Los avances científicos y sociales no sólo han beneficiado la salud y calidad de vida de nuestra especie. También han mejorado los aspectos más instintivos de nuestro comportamiento. Hemos asumido la eutanasia como un derecho individual que garantiza la dignidad personal frente a la muerte. La conducta sexual y la libertad afectiva, a pesar de graves discriminaciones, se van integrando con una diversidad natural que había sido considerada como patológica hasta hace unos años por mis propios antecesores profesionales. El placer y la reproducción llevan caminos independientes, por mucho que las religiones quieran que el gozo y la descendencia sean siameses. La propia iglesia católica ha demostrado, con tanto pederasta de alzacuello blanco y mano larga, que el delito es puro hábito.

El amor y la pasión no están reñidos con la procreación. Desde que era niño (sexualmente) me he sentido fascinado por la tórrida escena de la película El cartero siempre llama dos veces (Bob Rafelson, 1981). Gracias al morbo en ebullición de Jack Nicholson y Jessica Lange, el cuerpo de correos se ha sumado a la libido que acompaña al de bomberos. Pensaba que la fecundación in vitro tenía que ver con ese polvo salvaje sobre la placa de la cocina. Pero en esa época la vitrocerámica no había llegado a las salas de cocción. Por inducción tampoco parecía posible tanto fragor sexual. Sólo quedaba la seducción.

Que me caliento y me voy del tema. Mientras preparaba este artículo sobre la psicología que conjuga instinto, pasión y decisión, apareció un aburrido expediente de licitación pública en el que se adjudicaba semen para la fecundación in vitro en un hospital público de Zaragoza. La cantidad (de dinero) me llamó la atención. Más de doscientos mil euros se ofrecían por los espermatozoides congelados. Desconozco si son más caros frescos. Al final se llevó el gato al agua (o a lo que sea) una empresa de Granada por la mitad de dinero. Convendrán conmigo en la riqueza cultural que supone mezclar la raíz nazarí con el acento maño. La Aljafería vuelve a cobrar vida, a pesar de su presidenta. Mi interés por el frío documento se caldeó al descubrir el magnífico alegato que unía ciencia, salud y libertad de opción para la mujer. Punto tres de la motivación que justifica este contrato: «…disponer de semen de banco es indispensable para la atención en el sistema sanitario público de la disfunción reproductiva en la mujer sin pareja, las parejas de mujeres homosexuales y los casos de factor masculino no solucionado por otras técnicas». ¡Viva la madre que parió al autor o autora del texto!

Debemos recordar cómo y quienes han hecho posible que la libertad afectivo sexual, los derechos de la mujer y el propio avance médico que tanta felicidad ha dado a parejas y personas, se hagan realidad. Este contrato rezuma la misma pasión o más que la que espolvoreaban Cora y Frank en la cocina, entre gemidos, junto a una masa de harina que no necesitaba levadura para elevarse. Sólo por eso, merece la pena decirle a este gobierno, como cantaba Semen Up: «sigue cariño, lo estás haciendo muy bien, muy bien».

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