Opinión | EDITORIAL

La memoria, rigor y respeto

España se encamina al centenario de uno de los episodios más negros de su historia, la guerra civil (1936-1939). Y mientras se van agotando los testimonios directos de la contienda, aquellos que pueden dar fe a las generaciones venideras de todo lo que ocurrió, el debate gira ahora en torno a cómo se debe actuar frente a los silencios que provocó una larga dictadura franquista que dejó tras de sí miles de víctimas de una represión que siguen a la espera de justicia y reparación, además de una despedida digna por parte de sus familiares y allegados. Todo pivota alrededor de una decisión política de gobiernos de PP y Vox que han impulsado la derogación de las leyes de memoria democrática que, como en Aragón, pretendía conceder a esas familias una oportunidad de obtener lo que históricamente, durante demasiadas décadas, les fue negado. Estas nunca habían estado tan cerca de saber qué ocurrió, conocer lo que fue de sus seres queridos y llorar con un enterramiento digno a aquellos que fueran recuperados. Pero para ello era importante entender unos argumentos que cuatro informes internacionales de relatores de la ONU han puesto sobre la mesa, a propósito de estas derogaciones de leyes como la aragonesa. Estos se pueden resumir en que no se pueden blanquear los crímenes de una dictadura en ningún rincón de un país como España, que aceptó condenarlos, sumándose así a tratados internacionales que se estarían incumpliendo. También, que no hay un marco legal que valide la posibilidad de equiparar aquellas víctimas con las de otras lacras de la sociedad como puede ser el terrorismo de ETA.

Todo sería fácil de comprender si los gobiernos ahora señalados, como el de Aragón, no dieran por supuesto que existe una mano negra, la del Gobierno central, detrás de informes elaborados por los relatores independientes de la ONU, y si todas las partes implicadas aportaran más rigor a lo que se afirma. En este caso, también esos informes podrían haberse ahorrado la presunción de que comunidades como Aragón están planteando una nueva ley llamada de concordia, ya que en su caso solo sería un plan de concordia –que, por cierto, sigue sin definir–, y porque sus argumentos serían igual de válidos en lo que a blanquear el franquismo se refiere y no daría la excusa a esos gobiernos PP-Vox para asegurar que todo se basa en «falsedades» o inexactitudes. También el Gobierno central viene insistiendo en que es una ley lo que pretende Aragón, error muchas veces repetido. Y la DGA podría aplicarse a sí misma más rigor, ya que la ONU argumenta temas mucho más contundentes que si es una ley o un plan de concordia. La cuestión tiene más enjundia.

Pero sobre todo, de este atolladero se sale por la vía del respeto institucional y el diálogo. Que Aragón acuse a la ONU de emitir falsedades no ayuda a alcanzar esa concordia que tanto defiende. No acudir a la llamada del Gobierno central para atender lo que este tiene que decir para corregir la aparente irregularidad que han detectado esos informes internacionales, argumentando que esto es solo una maniobra política del PSOE para enfangar el debate, ni ayuda ni facilita la comprensión de ese relato que la memoria democrática en España tiene como gran asignatura pendiente.

Quizá la prioridad debería ser seguir con atención la dignidad de familias como la de los hermanos Lapeña, que llevan demasiados años, con más obstáculos que facilidades, intentando sacar de Cuelgamuros los restos de sus seres queridos para darles sepultura en Aragón. Esa debería ser la brújula a seguir, alejarse del dictado de Vox, que es el único que tiene claro su objetivo: blanquear el franquismo que el partido de Abascal se niega a condenar.

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