Opinión | DE FRENTE

Sabihondos y entrometidos

En España se sabe de todo y esa sapiencia parece dar derecho a trazar el camino ajeno con tiralíneas

Tenemos suerte en España de ser un país tan completo, aunque muchas veces se luzca tan poco. Cuando nacemos, además de los genes heredados de nuestros progenitores, dicen que casi todos traemos dentro un entrenador de fútbol o de baloncesto, aunque yo añadiría también un estratega, un arreglamundos, un político perfecto y, ahora por circunstancias, hasta un virólogo. Sabemos de todo y debe ser por esa sapiencia casi renacentista de la que estamos dotados, que nos creemos con derecho a trazar el camino de los demás con compás y tiralíneas. Está claro que no es igual que esas trazas se esbocen acompañadas de un pincho y una caña, conversaciones de barra de bar le llamamos a eso, que desde los despachos, rodeados de asesores y sabios. Eso es otra cosa, es otro nivel, a veces le llaman política. Y como en los líquidos, hay niveles bajos, medios y altos.

¿Imaginan a un ciudadano de a pie dirigiendo a un tribunal sobre cuál debe ser el artículo y la pena que tiene que aplicar a un reo, o aconsejándole si debe meterlo en prisión o dejarlo en libertad? Mucho menos recomendarle que tiene que tomar decisiones ajustadas a la ley, que debe ser imparcial y justo… Sería considerado un ataque a la independencia judicial. Por eso se repite tanto esa frase ya cómica de «acato la sentencia aunque no estoy de acuerdo». No la acates y verás.

Imaginen a ese mismo ciudadano en la consulta de un especialista indicándole al médico cómo diagnosticarle la enfermedad, qué terapia aplicarle y recordándole que se debe al juramento hipocrático, que si le va a operar tiene que administrarle una sustancia anestésica… etc. etc. Sería para invitarle a salir de la consulta amablemente, cuando no para llamar al personal de seguridad.

Y qué pasaría si ese mismo ciudadano entrometido y sabihondo se permitiera el lujo de decirle a un político con mando en plaza qué constructoras deben realizar la obra pública proyectada, qué empresa debe encargarse de los suministros o quién debe ser nombrado su mano derecha o izquierda. Ahí estaríamos hablando de palabras mayores.

Pues no crean, algo que parece tan absurdo se reproduce con total impunidad en profesiones como la de periodista. Eso sí, disfrazado de cool y moderno. Es cierto que los oficios evolucionan con la sociedad y es necesario adaptarse. Mal iríamos o mal vamos con los que no lo hacen. Pero de ahí a sugerir cómo se debe escribir una noticia, qué contar y qué no y con qué palabras va un abismo. Sobre todo porque, como dice un sufrido compañero, la realidad es la que es, dura la mayoría de las veces. Y nuestra función es contar lo que pasa, buscar la información, contrastarla y elaborarla. Guste más o guste menos.

Sé que no es políticamente correcto verbalizarlo, pero es hora ya de dignificar nuestro trabajo, tan esencial para la democracia, si se ejerce con honradez, como el de la buena, o incluso de la mala, política. Cuidado con los decálogos y las intromisiones, que se empieza por el suave adoctrinamiento y se acaba siendo espiado en las redes por los comisarios políticos. La libertad está en juego.