Opinión | La rúbrica

Fangorria

Si usted vende comida envenenada acabará en la cárcel, pero si ofrece información podrida obtendrá beneficios y fulminará a la competencia. Esta diferencia de trato entre bienes de consumo que afectan por igual a la salud ciudadana es lo que separa un engaño consentido de una estafa inaceptable. Las administraciones tienen la obligación de aplicar la trazabilidad para garantizar la salubridad informativa. Y las organizaciones de consumidores y usuarios tendrán que ampliar a este ámbito sus competencias. La actitud racional y científica necesita conocer el mayor número de variables para lograr resultados sólidos. En cambio, para los individuos y grupos, el exceso de datos es inversamente proporcional a su análisis para obtener conclusiones. La emoción se impone a la lógica porque lo salvaje es más activador, más rápido y exige menos esfuerzo.

En psicología estudiamos el síndrome de la sobrecarga informativa, que ocurre cuando la cantidad o intensidad de información recibida exceden la limitada capacidad de procesamiento que tenemos los humanos. El premio Nobel de Economía, el estadounidense Herbert Simon, lo analizó en un famoso artículo publicado en 1971. Decía que: “en un mundo rico en información, la abundancia de esta significa escasez de lo que la información consume. Lo que consume es obvio: la atención de sus destinatarios. Así, el exceso de información crea pobreza de atención”. El objetivo del bombardeo cerebral, con redundancia de estímulos informativos, nos obliga a desconectar porque se produce un cortocircuito neuronal. Este fenómeno afecta en mayor grado a los más mayores, los más jóvenes y quienes tienen menos recursos. Una exposición brillante, sin duda.

Las redes sociales y la tecnología han facilitado ese sobrecalentamiento de contenidos en el que la democratización de la difusión lucha cada día por su control. Observamos cómo hay una gran circulación de datos entre los miembros de un colectivo acotado, que aceptan sin fisuras las informaciones que aportan sus integrantes. Pero apenas hay transversalización de comunicación entre tribus diferentes. De hecho, estos clanes comienzan a tener lenguajes diferentes porque tienen creencias distintas que sólo responden a sus convicciones. Incluso las propias herramientas de comunicación influyen en el comportamiento, sin que necesiten interactuar activamente. En un experimento, las personas que tenían su teléfono móvil en una habitación diferente rendían mejor en pruebas de memoria de trabajo e inteligencia fluida, que quienes tenían su dispositivo a la vista, estando completamente apagado. Es decir, la mera cercanía de un instrumento de comunicación provoca un «drenaje cerebral» desviando recursos cognitivos que repercuten en la conducta.

Es curioso cómo en esta sociedad liberal de consumo la comunicación se está convirtiendo en un monopolio de la opinión. Y ésta, a su vez, de los propietarios de los medios de difusión. En medio de esta vorágine, la información es una especie en extinción que debe sobrevivir a los depredadores de la verdad y la objetividad. La precariedad de la profesión periodística, la debilidad de los medios de comunicación pública y la acumulación de la propiedad de dichas empresas informativas, por los mismos que tienen o quieren controlar el poder son elementos de fondo que no podemos obviar. Necesitamos más Broncanos y menos tertulianos enfangados a sus dueños desde las trincheras rosas de la televisión. Los jóvenes atienden y respetan a sus iguales, no a los que intervienen como mercenarios de la mentira gracias a una supuesta autoridad más artificial que la inteligencia que los ha llevado al plató.

El derecho a la libertad de opinión no se cuestiona. Pero si se utiliza ese legítimo ejercicio para camuflar como información veraz lo que es una «infoxicación» en toda regla, la obligación de los poderes públicos es preservar el legítimo derecho de la ciudadanía al libre acceso a datos veraces para que objetivamente pueda sacar sus propias conclusiones. Los «pseudomedios» de comunicación son las pseudoterapias de la información. Se agradecen los esfuerzos de verificación y autorregulación para diseccionar las mentiras que se propagan. Aunque necesitamos una autoridad pública e independiente que lo asuma.

El punto y aparte que anunció Sánchez esta semana necesita muchos apartes, y una buena cantidad de puntos de sutura democrática, para evitar que las derechas sigan con su soniquete de fanfarrias en el fango. Vamos, con sus «fangorrias».

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