A propósito de cambiar

Muchos son los verbos, y por tanto acciones, que en nuestro idioma expresan la idea del cambio: cambiar, transformar, evolucionar, variar mudar, mutar… En ellos, tan importante es el hecho de la mudanza en sí, como la velocidad o lentitud en que se produce. Tanto es así que cuando la transformación es paulatina, al punto de hacerse casi imperceptible a los ojos humanos, el resultado nos parece natural, defendible, correcto. En cambio, cuando es la celeridad la que impera, cuando más que cambiar se muta, todo nos parece fruto de una mentira, una imposición o impostura. Sea porque no ha habido causa, advertencia o justificación, no nos es fácil admitir o asimilar el desenlace. A nadie se le escapa que vivir y cambiar son la misma y enigmática cosa, quien vive, cambia y quien cambia, vive. Goethe, sabedor de ello, lo dijo así: «la vida pertenece a los vivos, el que vive debe estar preparado para los cambios». Y eso sí que es difícil: ¡quién está preparado para los cambios! Si son de los primeros, de los lentos, de esos que dejan tiempo para acostumbrarse, para hacerse a la idea, para esos es más sencillo preparase, pero para los otros… ¿quién está preparado para los otros? La cosa se complica aún más si nos adentramos en el terreno de la política. ¿Se puede cambiar de opinión? ¿y de principios? ¿En que se diferencian los primeros de los segundos? ¿Es lícito el cambio en ambos casos por igual? El factor tiempo vuelve a ser crucial y con él las circunstancias, claro. ¿Quién de nosotros no ha cambiado de opinión sobre uno y mil asuntos? ¿Acaso es ello reprochable? No, no lo creo. No cuando venga fundamentado por algo: la edad, la salud, la necesidad, la enfermedad, el cansancio, la decepción… Cosa distinta es la que concierne a los principios. ¿Es posible cambiar de principios? ¿Lo es en un espacio corto de tiempo? ¿Si empujados por la urgencia, unos han ocupado el sitio de otros, eran verdaderamente principios? Y de este modo llegamos a una pendiente demasiado resbaladiza: ¿dónde termina el cambio lícito de opinión y dónde comienza el engaño? Ésta es una de esas ocasiones en las que el texto no basta, que tan importante como él, y a su zaga, anda el contexto. Uno con otro, texto y contexto nos ayudan a desvelar dónde hay verdad y dónde engaño. Y sí, sigo en el terreno político, o mejor en las movedizas arenas políticas, y vuelvo al gran Goethe que son su magistral ironía lo tenía ya muy claro en el XVIII. «¿Debe engañarse a un pueblo?/ Desde luego que no./ Más si les echas mentiras,/ mientras más gordas fueren/ resultarán mejor». Es más, el propio Federico II de Prusia, promovió un concurso en 1778 para que se disertara a propósito de la utilidad para el pueblo de ser engañado. Ya ven, la cosa viene de atrás y no parece que librarse sea fácil. ¿Que qué podemos hacer nosotros? Ante el vicio de mentir –sea a la bravas o las camufladas–, la virtud de desvestir, sea al rey, sea a los príncipes o a los lacayos..

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