CRÍTICA LITERARIA

Crítica de Javier Lahoz de 'Los incomprendidos': Los cuatrocientos golpes

El libro de Pedro Simón se lee con agilidad y los ojos bien abiertos, porque una vez dentro no parece fácil orientarse para encontrar el camino de vuelta

El escritor y periodista Pedro Simón.

El escritor y periodista Pedro Simón. / EL PERIÓDICO

Javier Lahoz

Estoy seguro de que los libros de Pedro Simón originan silencios prolongados en quienes asumen las jornadas de reflexión que la literatura proporciona. Y que para los más escépticos anuncian la premisa, casi una promesa, de que con determinadas líneas delante de las narices no siempre cabe ser fiel a las convenciones ni a las convicciones. A mí, para qué negarlo, me ayudan a reconciliarme conmigo mismo. Su nuevo título, 'Los incomprendidos', me ha agarrado y me ha desgarrado por un igual, y en ninguna de sus páginas ha pretendido soltarme. No es que no lo haya hecho, insisto, es que ni siquiera lo ha pretendido, porque contienen la certeza de que a la verdad solo se llega despertando sentimientos encontrados y exigiendo desnudez.

De repente he evocado aquí mi ya lejana adolescencia, con sus malestares, sus defectos y sus excesos, ya que allí el concepto del término medio, donde al parecer se hallaba la virtud, yo no lo conocí nunca. Como si esa etapa, en la que los episodios se magnifican y los extremos se atraen, hubiera sido programada para llevar un ritmo ajeno al que marca el resto del mundo. Las novelas de Pedro Simón me remiten a aquella película de Hitchcock en la que un chaval, ejerciendo de recadero, transporta un paquete con una bomba dentro, circunstancia que ignora, y pasea jugueteando con la caja en cuestión en la mano sin ser consciente de que va a estallar en cualquier momento haciendo pedazos a todo lo que se halle alrededor. Y a todos, claro.

Los incomprendidos, vaya. No sé muy bien si lo son ellos o si lo somos los adultos, esos que ya hemos dejado de ser los que fuimos para situarnos al otro lado y sufrir cómo el cambio de perspectiva nos señala con su dedo acusador. La falta de interés culpa a la falta de tiempo que a su vez genera falta de cariño que finalmente deriva en falta de respeto. ¿Es así la cadena? Con este escritor no dejo de formularme preguntas, no dejo de buscar respuestas y no dejo de cuestionar unas y otras porque dudo de que sean las que importan. Pedro Simón te da la mano, te obliga a pasear por desasosegantes derroteros y de repente te suelta, sabedor de que te quedas a la intemperie, confuso, desvalido y desamparado, perdido en tu habitación, incapaz de saber qué responsabilidad tienes en los despropósitos que alteran a generaciones enteras y cuyo ruido no cesa de retumbar en sus propios oídos. Y eso ocurre mientras te maravillas y te recreas, entusiasmado por cómo demonios lo puede contar tan bien, sin matices ni rodeos, dándole protagonismo al amor sin quitárselo al odio y evitando por completo los eufemismos, la eterna trampa de lo biensonante. Quien sabe poner voz a sus personajes sabe hacerlos callar. Quien sabe construir tramas capaces de agitar conciencias no necesita de sustitutos que las suavicen.

Javier y Celia son padres y forman un matrimonio más. Inés y Roberto son sus hijos y la tensión creada se puede cortar con un cuchillo. Los monosílabos y las miradas fulminantes son obsequio de la casa. Los capítulos avanzan y se alternan los testimonios en primera persona, dándole más veracidad a lo que a cada uno le pasa por dentro. La fragilidad con la que unos y otros gestionan sus emociones es decisiva. Se avecina tormenta y hay que llegar a destino. Porque una vez aterrizados en el lugar elegido será más fácil comprender y más difícil prejuzgar. Idas y venidas a ninguna parte, frases cortas y lapidarias, letargos de los que no va a parecer fácil despertar, miedo a compartir el miedo y una estructura perfecta son ingredientes de esta novela que retrata a una familia de clase media que se ha mudado de barrio simulando prosperidad.

Se lee con agilidad y los ojos bien abiertos, porque una vez dentro no parece fácil orientarse para encontrar el camino de vuelta. Cualquiera podríamos ser Javier y cualquiera podríamos ser Inés; cualquiera podríamos ser cualquiera de ellos y ser tildados de incomprendidos. Como si estuviéramos fuera de sitio. Como si algo no encajara. Como si ansiáramos un detonante que nos ayudara a definir eso que, de nuevo, se pasea por nuestras entrañas, presto a devorarlas. Construyendo una historia con tantos, y tan intensos, componentes, Pedro Simón ha formado una familia. Ahora la única cuestión que debería importar a los buenos lectores sería la de sumarse a ella.

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